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Marina Garcés. Foto: Miquel Taverna, 2018.

Marina Garcés: “Preguntarnos quién está en posición de hacer y recibir promesas es una cuestión radicalmente política”

En un auditorio lleno de gente de mediana edad, Marina Garcés lanzó una pregunta: “¿Recuerdas la última promesa importante que has hecho o que te han hecho?”. Para su sorpresa, muy pocas manos se levantaron. A pesar del resultado del sondeo, nunca dejó de pensar que cada una de esas personas escondía alguna promesa de amor, de juventud, de ideales, pero seguramente no las recordaban. 

Esta anécdota, contada al inicio de su libro El tiempo de la promesa, ayuda a contextualizar el diagnóstico que detona una parte de su tesis: “Las promesas ocupan un lugar poco importante, hoy, en la manera como nos vinculamos a los demás: en el amor, en las profesiones, en la vida social y política”. Además, las promesas no solo se han marginalizado, sino que han cambiado su relación a objetos de consumo: ropa, tecnología, cosméticos, terapias, manuales y medicamentos, lo cual representa un problema porque cuando no se llegan a cumplir, lo único que queda es el sentimiento de “fracaso no correspondido”.

Toda promesa, a su vez, tiene una relación con el tiempo: se hace en el presente proyectando un futuro. ¿Qué pasa, entonces, con el futuro cuando entran en crisis las promesas? Sobre esto platico con Marina Garcés, quien se ha convertido en una de las voces más importantes del pensamiento contemporáneo con una obra que se acerca de manera crítica a la educación, la libertad y la posibilidad de lo común en un mundo atravesado por crisis y transformaciones. 

¿Cómo entender el significado de una promesa más allá de su enunciación, qué rol tiene en la creación de vínculos y en el tejido social?

El hecho de que existan o no existan promesas entre las personas articula la posibilidad –o no– de dar forma al tiempo compartido. Porque una promesa no deja de ser algo que una determinada voz, con una determinada capacidad de enunciación, hace a otras personas conocidas o desconocidas. Pero, ¿qué enuncia una promesa? Enuncia un tipo de compromiso a través del tiempo. No es tanto una declaración de un compromiso fijo, sino que es algo que nos va a vincular a un pasado común que puede transitar a través del tiempo con la posibilidad de que se cumpla o no se cumpla. Porque una promesa siempre guarda en sí misma la posibilidad de no poder ser cumplida por las razones que sean: obstáculos históricos, dificultades personales, cambios de contextos. Por ejemplo, una promesa de amor. Las personas que, en las circunstancias que sean, se hacen a sí mismas una promesa amorosa, pueden ver sus contextos afectivos cambiar con el tiempo. Esa fragilidad y a la vez esa consistencia de la promesa sostenida a través del tiempo es lo que yo llamo un tiempo en común, un tiempo compartido. 

Los seres humanos, a final de cuentas, somos seres sociales. Es decir que no podemos entendernos sin el otro. ¿La promesa nos puede ayudar a identificar cómo ha sido moldeada nuestra identidad como sociedad occidental?

En el libro rastreo la condición histórica de la promesa y no solo interpersonal o ética. Y curiosamente –o no– es muy significativo que en lo que son las grandes estructuras de la civilización occidental, siempre está la centralidad de la promesa como argumento y como condición, incluso como fuente de legitimación del vínculo social. Me refiero a los orígenes bíblicos, por ejemplo. Esa palabra divina que tiene una forma de soberanía trascendente a la propia humanidad que se establece como legitimidad de su poder, el poder de prometer la salvación. Luego lo encontramos en la estructura del Estado moderno, en la misma idea de que poder es poder prometer. En este caso no una salvación, pero sí una protección frente al enemigo, frente a lo que está afuera. (Hoy en día el Estado sigue justificando su existencia a través de la capacidad que tiene de proteger las fronteras, aunque ya no se trate de invasiones de otros Estados y fuerzas. Más bien de gestiones necropolíticas de la inmigración). Por lo tanto, lo que yo llamo en el libro la promesa soberana se ha articulado siempre como palabra del poder, como la palabra del poder supremo y como una palabra que instituye el espacio y el tiempo del orden, ejecutados a través de una capacidad, ya sea de salvación-protección o de castigo-expulsión, que es lo que hace Dios y es lo que hace el Estado. Entonces, ¿hay otro sentido posible de la promesa? ¿Hay una promesa o una posibilidad de apropiarnos de la promesa de forma no soberana, sino de forma igualitaria? Mi apuesta es abrir esa posibilidad ante la disyuntiva que está planteando parte de la política más reaccionaria: el reestablecimiento de esas promesas soberanas o un mundo banalizado e individualista.

¿Entonces se pueden asociar las crisis de las promesas de estas grandes instituciones: Iglesia, Estado –y agreguemos al sistema económico capitalista– con los discursos nostálgicos de movimientos reaccionarios que apuestan por un pasado en el que estas promesas brindaban todo el sentido?

Sí, además se está reconfigurando toda una reorganización del discurso público y de las pasiones íntimas hacia la pérdida de un mundo de seguridades, un mundo de posibilidades, un mundo en el que el futuro estaba garantizado, un mundo en el que había orden. Desde distintas corrientes políticas, porque estas nostalgias reaccionarias se pueden vislumbrar tanto en la izquierda como en la derecha del espectro ideológico. Zygmunt Bauman ya ha desarrollado la idea de las retrotopías, esos lugares o momentos de la promesa perdida, la cual enuncia un futuro anterior. Y ese puede ser un gran argumento político porque es muy fácil manipular a través de la añoranza. Todos sabemos lo que es añorar la infancia, añorar la idea del paraíso perdido. Es una emoción que va con lo humano a medida que nos vamos desprendiendo de nuestros momentos de inicio, de nuestro arranque en la vida. Sin embargo, una cosa es la añoranza que alude a los duelos de la infancia y otra es convertir eso en una pulsión política, en una manipulación social. Por eso es importante intervenir en este campo de batalla, que no deja de ser una guerra conceptual, teórica y cultural, y preguntarnos: ¿qué nos dicen estas promesas incumplidas?, ¿quién las hacía y a quién? Porque no solo se trata de identificar las promesas que se han cumplido y las que no, sino de visibilizar quién ha tenido el poder de hacerlas. Porque preguntarnos quién está en posición de hacer y recibir promesas es una cuestión radicalmente política que hay que hacer, en lugar de quedarnos con los lamentos de las promesas que se nos han sustraído.

Este tema de las relaciones de poder que se revelan a partir de identificar quién tiene el poder de prometer me lleva a pensar en otra promesa del Estado: el establecimiento de la democracia liberal, la cual pretende partir del reconocimiento de igualdad entre personas. ¿Qué balance podemos hacer de esa promesa?

La democracia liberal y radical. Habría muchos repertorios posibles de esta raíz democrática, desde las más anarquistas hasta las más liberales en el sentido más convencional de la palabra. La pregunta es: ¿qué pasa cuando existe una posibilidad real–no especulativa, ni teórica, ni utópica– de poner en práctica políticas de carácter igualitarias, de justicia más digna y más recíproca? Se ponen en disputa las instituciones, se pone en disputa el ejercicio del poder. Aquí es donde todo lo democrático como gran ideario de la modernidad se convierte tanto en revolucionario como en contrapoder. Sin embargo, pienso que ahora estamos en un momento en el que la condición revolucionaria de lo democrático está en fase de derrota histórica. Esto no quiere decir que sea una derrota permanente porque las derrotas y las victorias no hay que pensarlas en términos lineales. Pero es que claramente están triunfando, tanto en lo económico como en lo político, las fuerzas de desigualdad y de autoritarismo que hemos conocido en las décadas recientes. ¿Revertir esta situación depende de la capacidad de creer de nuevo en las promesas? Yo no soy idealista, ya que hay una materialidad y una concreción de lo que se puede prometer y quién está en condición de asumir esas promesas. En eso se tiene que pensar y trabajar desde espacios como la educación, los barrios, la vivienda. Porque sin un espectro amplio de frentes formados a partir de un vínculo y de luchas compartidas, será muy difícil que un acto de creencia nos pueda devolver una cierta idea de democracia radical.

Ante la desigualdad, apostar por una organización de diferentes nichos.

“Nichos” me remite a que los diferentes ámbitos están cerrados. Yo pensaría en una idea multiescalar de tramas diversas de la vida política. Hay vida política si no se resume solamente en la centralidad o el centralismo de una sola institución. Cuando una sola institución es la política, la vida política ha muerto. Aunque a esa institución le llamemos parlamento, democracia o lo que sea. Trama en lugar de nichos. El entramado implica vínculo y coordinación, así como diversidad. La trama puede ser entre nudos muy pequeñitos: una entidad en un barrio, una escuela, y lo que hace posible su comunicación es el sentido de lo público. Yo creo y defiendo firmemente un sentido de lo público, que no es sinónimo de propiedad estatal. Hay propiedades estatales de sistemas que no tienen nada de público, solo son otras formas de monopolio. Entonces, qué relación entre lo público y lo particular –no lo privado– se puede articular de tal manera para que haya un sentido igualitario de una vida en común. E igualitario no quiere decir homogéneo, estandarizado o monopolístico, sino diversidad de lo social y de las capacidades y de las formas de lucha, expresiones culturales, recreaciones de vida y vínculos. Pero no desde esta suma que a veces parece un planteamiento libertario: cada quien su monte, su comunidad y nos damos los medios mínimos para que no nos matemos. Hay que combinar un sentido transversal con un sentido distribuido de la vida en común.

Foto: Editorial Anagrama

El proceso de lectura de este libro también me remitió a los señalamientos de que hay una crisis en las humanidades, en los estudios filosóficos, fomentada, en parte, por las dinámicas hiperproductivistas que han hecho a un lado la connotación original de la palabra ocio. Y tú hablas del delirio como resistencia ante la idea de certidumbre que pretenden imponer nuevas tendencias tecnológicas como la IA.¿Cómo reivindicar el ocio y el delirio para darnos el tiempo de imaginar otro futuro posible?

En latín, delirar significa salir de la lira. Lira no es el instrumento musical, es el surco del campo. Cuando uno pasa el arado se trazan unas líneas, las cuales se conocen como surcos, y delirar significa salir del surco. Como cuando de pequeños nos enseñaban a pintar sin salirnos de la línea, delirar sería salirnos del contorno del dibujo. Eso que estaba tan penalizado porque la escuela tenía que enseñarnos a encajar dentro de la plantilla. Entonces delirar es salir del surco, salir de la línea, dibujar fuera de la plantilla. Mi pregunta es: ¿cómo hacer esto juntos? Porque delirios hay muchos en nuestras sociedades. Hay delirios paranoicos que falsean la realidad para protegerse de ella o para exacerbar sus peligros. Y aunque se compartan en redes sociales, son delirios producidos por el aislamiento. ¿Cómo delirar juntos?, ¿cómo acoger de forma compartida nuestros delirios? Y ojo, esto no quiere decir que nos tengan que pautar delirios colectivos únicos, sino cómo acogemos el delirio del otro de manera que no nos asuste. Prometer. La promesa de una pandilla de amigos adolescentes que plantea que cada año, el mismo día de verano, se encontrarán bajo tal árbol y dirán no sé qué, no se hace pensando racionalmente. Están delirando juntos, están creando un delirio, algo que no es normal. ¿Cuál es esa fuerza que permite ir más allá de lo que es normal? A lo mejor no tiene que ser solo un momento de la adolescencia, sino que puede ser un momento políticamente relevante, o puede ser otra manera de entender cuál es la línea que debe seguir una vida para poder delirar con otras. Ahí es cuando creo que la promesa ya no es tanto aquello que debemos esperar de un señor, de un dios, de un Estado, de un marido o de alguien que puede ejercer el poder sobre nosotros, sino que puede ser ese delirio compartido.

La promesa, entonces, como una herramienta de emancipación.

Sí, en lugar de estar esperando una promesa pasivamente y asumiendo que es algo a lo que tenemos que servir y obedecer, podemos optar por una promesa igualitaria. Eso sí se puede convertir en un ejercicio común de emancipación de esa pasividad, de esa servidumbre voluntaria y, a veces, también involuntaria a quien tiene el poder de prometer. En el campo de la educación, en el que yo he estado siempre muy comprometida, se dice mucho: “se ha roto la promesa social, se ha roto el ascensor social”. Bueno, sí, se ha roto porque hay una reapropiación de los medios, del tiempo y de los futuros por parte de unas élites cada vez más segregadas. Por lo tanto, recuperar la promesa no es recuperar la promesa de ellos, es ocupar el espacio del tiempo compartido, convertir la educación no en algo en lo que se espera que nos den un privilegio, sino precisamente destituir los privilegios de aquellos que se los han apropiado. Ahí la promesa se convierte en un contrapoder y no en una expectativa.

¿Qué promesa le gustaría enunciar a Marina Garcés? 

Una promesa es dar la palabra para darnos un tiempo en el que nos comprometemos no sólo por un mejor futuro, sino por hacer de nuestras vidas algo que se pone a disposición de un presente más vivible. Hagámonos la promesa de que no vamos a esperar que alguien prometa por nosotros.

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