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Collage: Staff Tres Puntos

La séptima muerte del cine

Aceptemos este hecho: el cine como lo conocíamos ya murió, para siempre. El problema es que el cine ha muerto una y otra (y otra) vez casi desde sus inicios. En toda la historia, no ha existido otro arte cuyo fin haya sido anunciado tantas veces, pero el deceso definitivo sigue sin ocurrir. Aun así, traemos de vuelta el mal augurio.

La fórmula asesina parece ser la misma de otras ocasiones. Una nueva tecnología amenaza el canon de producción y consumo tradicional, cambia las reglas del mercado y reemplaza a los viejos jugadores por otros que no entienden el “verdadero” arte cinematográfico. Ocurrió por primera vez con la introducción del sonido en la década de los 20 del siglo XX y luego con el auge de la televisión en los años 50. En los 60, el cine clásico vivió un descalabro que casi acaba con el reinado de Hollywood, relacionado en parte con el encarecimiento de las producciones de los estudios y la emergencia de movimientos cinematográficos que se apoyaban en tecnologías como el sonido directo, cámaras más livianas y los formatos súper 8 y 16mm. A finales de los 70 y principios de los 80, el video se posicionó como nuevo soporte cinematográfico, lo que provocó a ojos de los puristas un peligroso acercamiento entre cine, televisión y lenguaje publicitario que anunciaba la muerte del primero por cuarta ocasión. La última década del siglo XX presenció el crecimiento de las tecnologías digitales y el boom de los videojuegos en 3D. Iniciaba la era de las imágenes generadas por computadora (CGI, por sus siglas en inglés) y la cuenta regresiva para el celuloide como soporte principal con cien años de historia. La popularización de Internet a inicios del nuevo milenio provocó el surgimiento de redes de distribución informal que homologaban en un mismo discurso multimedia videos caseros, memes, fanarts y películas, anunciando por sexta ocasión la muerte del Cine: así, en mayúsculas. 

A pesar de que en cada una de estas ocasiones el peligro desembocó en un ensanchamiento o una reinvención del arte cinematográfico, la preocupación por la pérdida de una naturaleza propia del cine, inmutable y pura, ha sido una constante el último siglo. El fenómeno se repite ahora bajo la forma de algoritmos intrusos que llegan a contaminar el “arte sagrado” de las imágenes en movimiento, inteligencias no humanas que cooptan la atención del público y reemplazan nuestro rol como creadores cinematográficos. 

Aunque las primeras herramientas de inteligencia artificial (IA) en el cine se remontan a la década de los 90 en el terreno de la animación y los efectos digitales, no es hasta la segunda década del siglo XXI que comienzan a usarse con mayor frecuencia en la postproducción cinematográfica. Esto se sumó al uso estratégico de la IA por parte de las plataformas durante la guerra del streaming antes y durante la pandemia del Covid-19, que desembocó en la consolidación del nuevo mercado. 

Desde hace por lo menos 10 años existe una preocupación creciente sobre el impacto de la IA en el cine, sobre todo con el auge de las plataformas y sus sistemas de predicción del gusto basados en big data. Hace tres años, las alertas se dispararon gracias a la liberación de herramientas de IA generativa de fácil acceso como DALL·E 2, Midjourney, Stable Diffusion y ChatGPT, entre otras. La consecuencia directa, en medio de un contexto marcado además por la caída del número de espectadores en las salas desde la pandemia, es que el cine está muriendo a manos de la inteligencia artificial. Por séptima vez.  

La idealización del algoritmo

El panorama genera tanto miedos profundos como entusiasmo desbordado. Pero en ambos extremos del espectro, “apocalípticos” e “integrados” comparten la idealización del algoritmo como objeto cultural. Pareciera que vemos a los algoritmos como entes misteriosos con voluntad propia, desconectados de cualquier tendencia o intervención humana y obviamos el hecho de que los algoritmos están financiados y diseñados por personas para realizar tareas concretas. Más aún, pasamos por alto que las empresas que están detrás de su desarrollo tienen objetivos económicos, políticos y sociales muy claros. Como nos recuerda la científica de datos y académica Cathy O’Neil1, los algoritmos no son otra cosa que opiniones incrustadas en códigos de programación.

En el campo del cine, la abstracción que rodea el funcionamiento de los algoritmos –en especial los de las IA generativas– hace que a menudo los percibamos como una especie de deidad omnisciente, omnipresente y omnipotente. Sin embargo, esa imagen es una proyección humana: la IA no es una conciencia subjetiva con deseos o intenciones. Para funcionar necesita datos o información de entrada (peticiones en forma de prompts, por ejemplo), que luego procesa siguiendo los patrones para los que fue entrenada, y nos devuelve resultados –una imagen o una página de guion, por ejemplo– calculados estadísticamente, no concebidos de manera subjetiva. 

Para profundizar en este argumento tomemos como referencia una de las preconcepciones más extendidas sobre la IA en el cine, que los algoritmos pueden predecir y moldear el gusto de los espectadores a partir de estudiar su consumo y, por ende, calcular el éxito de una obra antes de su realización. De ser cierto, esto tendría incidencia en toda la cadena de producción, distribución y exhibición de las películas: desde la escritura de guiones con IA calculados para triunfar, hasta la predicción de la forma en la que el espectador conectará emocionalmente con la obra, pasando por cada decisión artística, financiera, administrativa y de mercadotecnia de la película. 

El problema con un esquema como este es que está planteado sobre una falacia. Un sistema algorítmico, por más robusto que sea, no puede predecir el gusto de una persona de forma infalible porque el gusto es subjetivo, dinámico y contextual. Por ejemplo, Netflix nos muestra títulos que oculta a otros usuarios, despliega imágenes para promocionar una película en una cuenta que cambia en otra para destacar personajes o escenas distintas y ordena de manera diferente las columnas y filas dentro de su interfaz para cada espectador, entre otras muchas formas de personalizar la experiencia de consumo. 

Esto es posible gracias al sistema de recomendaciones, un conjunto algorítmico que busca crear relaciones entre los títulos y los usuarios. El proceso inicia con el análisis de nuestro consumo mediante la minería de datos y luego establece correlaciones entre los contenidos que vemos gracias a procesos de aprendizaje automático (machine learning).

Estas correlaciones pueden basarse en factores temáticos, narrativos, estéticos, de género audiovisual o en metadatos como el reparto, el equipo técnico, la fecha de estreno o el país de origen. El sistema profundiza en el estudio de las coincidencias mediante redes neuronales profundas (deep learning) para encontrar patrones de afinidades estéticas y narrativas más sutiles que se traducen en nuevas recomendaciones. 

Sin embargo, el sistema no está diseñado para comprender las causas que están detrás de las correlaciones entre títulos: identifica patrones de consumo, los relaciona con otros y genera nuevas recomendaciones “personalizadas”, pero no puede explicar las razones que están detrás de cada elección del espectador. Es decir, Netflix puede crear sugerencias basadas en nuestro historial como espectadores dentro de la plataforma, pero no puede saber por qué nos gusta lo que nos gusta; qué hace que un día hagamos binge watching de El juego del calamar, la serie coreana que se convirtió en un hit mundial, y al siguiente día elijamos Roma, el íntimo drama autoral de Alfonso Cuarón, ganador de múltiples premios alrededor del mundo. Si bien es un hecho que la utilización de algoritmos en el cine abre un campo de incertidumbres, también es cierto que tiene limitaciones muy claras en las que podríamos encontrar consuelo para las angustias del presente. 

Los peligros los tenemos identificados: concentración económica de la producción y la distribución en la industria del streaming; curadurías conservadoras que reducen los horizontes narrativos y estéticos en pro de una eficiencia económica respaldada por la big data –parece que cada vez hay más true crime seriados y menos documentales autorales, por ejemplo–; sistemas de recomendación que crean bucles de consumo y reducen la exposición a la diversidad cultural para garantizar la permanencia de sus usuarios y buscar la viralidad de sus contenidos; cámaras de eco en las redes sociales que magnifican el nombre de directores, premios y festivales con discursos semejantes; IA generativas imbatibles para los cineastas cuando se trata de productividad, costos, capacidad de adaptación, creatividad y referencias, entre otros. 

The Brutalist (2024). Imagen: Universal Pictures

Aunque también es cierto que las representaciones que generan los algoritmos siempre son a posteriori del suceso cinematográfico: un remix permanente de las imágenes del pasado que poco pueden hacer para crear nuevos movimientos artísticos o miradas sobre el mundo; y que en ellos no hay espacio para la pluralidad, el accidente, la belleza orgánica o la verdad cinematográfica. Primero está la vida sucediendo y después están los algoritmos tratando de sintetizar, optimizar y copiar la forma en la que esa vida sucede. Por paradójico que parezca, los algoritmos viven del pasado, no del futuro. En ese sentido, no serán los algoritmos por sí mismos los que hundan o salven al cine de la encrucijada en la que se encuentra en la actualidad.

¿Se puede reinventar el cine?

Ninguna tecnología ha reemplazado a los cineastas todavía. Por el contrario, vivimos en una economía de la atención que estrena semanalmente miles de títulos a nivel global, donde los realizadores audiovisuales son un insumo fundamental. El problema más urgente es la desconexión que existe entre las audiencias y las obras. Una desconexión que es tanto emocional como simbólica.

En 2025, las películas ya no convocan como antes. Ni los cálculos algorítmicos más avanzados para predecir nuestro comportamiento, ni las inagotables referencias de las inteligencias artificiales generativas logran detonar la articulación social que el séptimo arte alcanzaba a inicios de este siglo. ¿Existen hoy películas diversas que se conviertan en “eventos culturales”, como lo fueron The Matrix, Fight Club, Amores perros, Ciudad de Dios, Tigre y Dragón o El viaje de Chihiro, por solo mencionar algunas de una lista que podría extenderse bastante? Clásicos contemporáneos que no solo impactaron a las audiencias en sus territorios de origen, sino que permanecen vigentes a escala global como radiografías profundas de su época. En el mejor de los casos, hoy contamos con “películas del mes” en plataformas de streaming y filmes multipremiados en festivales que permean entre nichos de públicos conocedores, sin alcanzar mayor trascendencia entre audiencias más amplias. 

El mundo atraviesa una fatiga cultural sin precedentes y el cine, ese “arte total” del siglo XX, tiene que repensar su rol como fuente de relatos compartidos, como huella de vida que plantea un profundo vínculo entre imagen y existencia. Pero la crisis de fondo no es exclusiva del reino de las imágenes en movimiento, sino de Occidente como monopolio narrativo. Poco puede hacer el relato de unos conflictos morales, unos héroes y una ética que corresponden a la sensibilidad de otra época frente a colapsos ecológicos, políticos y civilizatorios como los que vivimos, en medio de una desconfianza creciente en la supervivencia de nuestra especie. La experiencia cinematográfica ya no transforma al espectador porque establece con él un diálogo asincrónico: representa el mundo del presente, con un lenguaje del pasado y unas tecnologías que parecen venir del futuro. 

El siglo XXI, con su absurdo cotidiano, ha roto los mitos que fundaron a Occidente –y con ellos, los que dieron forma al cine como arte moderno universa–. Ya no hay identificación profunda con ellos, diría el antropólogo Adolfo Colombres2. Pero los mitos no permanecen en el plano abstracto: se transforman en cánones narrativos, en géneros cinematográficos y en fórmulas de financiamiento, producción y exhibición. De ahí surgen, en el ámbito comercial, la cultura de las franquicias o los remakes, y en el terreno independiente o autoral, el ensimismamiento estético: dos caras de un simulacro de construcción de sentido a partir de símbolos agotados. El resultado es una ansiedad colectiva que genera imágenes-eco, réplicas vacías que desensibilizan a las audiencias. 

¿Qué puede hacer el cine como arte, como experiencia e incluso como industria para recuperar ese vínculo? El terreno para la especulación aquí es fértil. Quizá la primera trampa que tenemos que sortear es la de pensar que hay fórmulas estandarizadas para salir de la crisis. Si bien la vulnerabilidad del séptimo arte es una problemática compartida, tiene formas y dimensiones distintas en cada contexto. Para enfrentarla hay que sacudirse de encima la pretensión del paradigma universal que nos trajo hasta aquí. 

Desde América Latina necesitamos con urgencia un cine que dé sentido a nuestra experiencia actual. Resignificar viejos mitos, fundar otros, abrir espacio en las pantallas para aquellos relatos que vienen de realidades territoriales y simbólicas invisibilizadas. Dar cuenta de una nueva sensibilidad social y cultural que busque la identificación de las audiencias. 

En el terreno de la exhibición, convendría romper con la condición de centro único que ostentan las salas comerciales para crear rituales de consumo más diversos y cercanos a la forma en que viven las personas. Esto no implica renunciar a las salas, sino revalorizar las vivencias que generan y fortalecer su expansión hacia espacios independientes, escolares y comunitarios, pantallas en pueblos y plazas públicas. También se trata de repensar el consumo digital del cine mediante curadurías más significativas –como las que ya proponen algunas plataformas– o a través de la exploración de lenguajes, estéticas y tecnologías inmersivas que ofrezcan experiencias relevantes para los espectadores. Quizá lo más importante sea recuperar la capacidad desafiante y polisémica de las imágenes para, en medio de tantos estímulos, regresar el asombro al acto de ver cine. Es decir, volver a confiar en el espectador.

En ese sentido, conviene repensar el rol de la educación audiovisual y la formación de públicos críticos. También hacer las paces con la idea de que no todas las personas tienen que ver las mismas películas, o quitarnos ese pensamiento tan dañino de que la validez de una obra es temporal y está asociada a los festivales y los premios, por encima de la generación de un diálogo con el público. 

Debemos abandonar la imitación de esquemas de financiamiento y modelos de producción globales que privilegian tendencias cómodas para el mercado, y en su lugar crear estrategias que posibiliten otras realidades en pantalla. Fortalecer las instituciones del cine a nivel local, nacional y regional; acercar la producción a las condiciones reales en las que viven quienes la realizan y alejarla de la idea de evento sagrado e intocable. El flujo tecnológico de filmación, basado hoy en la constante actualización del mercado, no solo estresa los presupuestos, sino que conduce a usos estandarizados del lenguaje audiovisual. Una película no tiene más o menos valor por estar hecha con una cámara dos modelos más antiguos que el  último que salió a la venta, especialmente hoy que incluso los celulares y las cámaras de uso doméstico graban con calidad suficiente como para sostener el discurso visual de una cinta. De hecho, un sistema menos rígido de filmación, con tecnologías desiguales, probablemente conduciría a propuestas de lenguaje más radicales y novedosas.

Lo cierto es que el cine se muere otra vez y no sabemos a dónde nos llevará eso en términos de expansión del lenguaje de las imágenes en movimiento. Probablemente la IA sea el nuevo invento de feria que queremos ver evolucionar en el cine hasta que se convierta en un instrumento perfecto para replicar el mundo real. Pero esa misma perfección, esa imagen impoluta y deshonesta, quizá nos aburra más pronto de lo que pensamos: parece poco probable que los seres humanos renunciemos a la pulsión de ver nuestras vidas y las de los otros a través de una pantalla para, en su lugar, quedar embelesados por los relatos de unas criaturas digitales que no experimentan conflictos, dolores, alegrías y amores reales. 

Es probable que el cine tenga una oportunidad de supervivencia si renuncia a la artificialidad de la imagen-eco y recupera su manufactura artesanal –¿su humanidad?–. Quizá Julio García Espinosa y su manifiesto Por un cine imperfecto3, pilar del nuevo cine latinoamericano, todavía tengan algo que decir en el siglo XXI, sobre todo con la premisa de que para hacer cine bastan dos cosas: una cámara en la mano y una idea en la cabeza. Yo agregaría una tercera a la ecuación: un público dispuesto a dialogar con la obra. No se necesita más.


REFERENCIAS

1 O’Neil, C. (2017). The Era of Blind Faith in Big Data Must End. [Video]. TED. Www.ted.com www.ted.com/talks/cathy_o_neil_the_era_of_blind_faith_in_big_data_must_end#t-473691 

2 Colombres, A. (2011) Teoría transcultural de las artes visuales.  Ediciones ICAIC.

3 García Espinosa, J. (1995). Por un cine imperfecto. En García Espinosa, J. (Ed) La doble moral del cine. Editorial Voluntad. (Ensayo publicado originalmente en 1969).

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