Así vivimos, despidiéndonos siempre —R. M. Rilke
Pasa el camión. Se ve que pasa
con su cargamento de androides obsoletos.
La carretera es mala, polvo y piedras.
Y tan viejos los androides, de movimientos tardos,
que les fallan la memoria, las bisagras.
Cómo cuesta mantenerlos. Cómo pesa.
Es mejor agruparlos
en cargamentos de diez, a veces doce,
para el deshuesadero.
Y ahí los ves que van, sentaditos y pacientes,
traqueteando en la caja trasera del camión, androides miopes,
algo calvos, conversando a media voz
—la voz grisácea y lisa, voz de androide—,
camaradas que no se han visto en años
pero se reconocen por el consecutivo número de serie
grabado —¡hermano mío!— tras la oreja izquierda,
y hasta por la misma oreja, tan idéntica en la forma, en el desgaste.
La misma infancia, camaradas,
cuando aprendimos, recién instaladas las retinas,
a contar hasta diez mil y el alfabeto.
¿Éramos en serio más pequeños, o sentimos que éramos pequeños?
¿Conoció usted a los gatos? ¿El olor de los jazmines?
¿De manera que era usted quien sacaba a la familia
de paseo? ¿Daba usted en el Conservatorio la lección de clarinete?
¿Ha perdido usted los cinco dedos de la mano izquierda,
un párpado y el otro? ¿El recuerdo de diez años
tras aquel nebuloso incidente del verano? ¿Diga usted?
Y ahí los ves que van, felices, calmos
—esa felicidad que es calma y lisa, la gris felicidad de los androides—,
hacia el deshuesadero. La carretera es mala.
Ha tropezado el camión, se atasca entre las piedras del camino.
Los androides resbalan, se desploman
sobre las bisagras de las nalgas. Ruidos de metal,
como tambores huecos, y chirridos. Azoro. Azoro y regocijo.
Se tienden entre sí las manos, se levantan.
Y un franco restallar como de ¿risa?
—expansiva, irregular, nada propia de un androide,
más bien como la risa de diez o doce niños jugando en el patio de la escuela—
va crepitando largamente y por el resto del camino
desde diez o doce hileras de dientes incompletos.
(De Yorick, Medusa Editores, libro de próxima aparición)





