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Recuerdos, pilares de la personalidad


 

Ilustraciones: Ari Barraza

Por: Cristina Arriaga


Mi recuerdo más antiguo proviene de la infancia temprana: tengo cuatro años de edad y me encuentro en un famoso restaurante de hamburguesas de una cadena internacional, ubicado sobre la Av. Eugenio Garza Sada. Alrededor de mí, observo a mis hermanes y a mi padre; éste último parece decir algo. Y, aunque no distingo las palabras con precisión, me queda claro que rompo en llanto tan pronto termina de hablar. Mi padre me carga en sus brazos para consolarme. “Ya, ya..”, me dice para tranquilizarme, pero es imposible porque no se trata de cualquier noticia: nos anunció que dejaría de vivir en la misma casa que nosotros, que mamá y él iban a divorciarse. Lo raro es que ella no está presente. ¿O sí? Según yo, este acontecimiento apenas me impactó emocionalmente, pero por alguna razón nunca volví a comer en ese restaurante ni en cualquier otro que se le pareciera durante los próximos 18 años. 

Otro acontecimiento del que tengo registro y que me marcó significativamente fue la tragedia del 9/11. Mi madre nunca ha sido una persona especialmente devota; si bien algunas veces nos llevó a misa, en ningún momento de nuestra vida se obstinó en formarnos con base en dogmas o valores de origen religioso. Sin embargo, recuerdo aquella tarde que nos llamó a su cuarto a mis hermanes y a mí. En el televisor de caja había una transmisión del atentado, pero soy incapaz de traer al presente las imágenes que daban seguimiento al suceso. Tengo claro que mi mamá nos pidió formar un círculo, tomarnos de las manos y orar. La sensación experimentada aquel día solo volvió a brotar en una ocasión posterior: sucedió 16 años después, al visitar Dachau, primer campo de concentración edificado por el régimen nazi. Si me pidieran asociar esa sensación con la primera palabra que aparece en mi mente, creo que sería “equivocado”. De algún modo, cuando aconteció  el 9/11, sabía que algo profundamente horrible debía estar sucediendo y orar fue la única alternativa que halló mi madre para hacer frente a un estímulo que la impactó. 

“Las emociones son una forma de aprehender el mundo”, afirma Sartre. Y, en efecto, la carga emocional con la cual experimentamos y –de manera posterior–, asociamos un evento, casi siempre incide en la forma que éste será almacenado.

Todavía hoy me resulta imposible integrar la figura de mi mamá en la escena del restaurante, donde estuvo presente. El hecho de que su ausencia persista en mi recuerdo lo atribuyo a que yo –la “observadora”–, no dirigí hacia mi madre una emoción de potencia significativa cuando tuvo lugar la reunión. Simplemente desapareció de mi recuerdo, así como el silencio se impuso para censurar la voz que me había dado esa terrible noticia. Pese a todo, también recuerdo tanto mi tristeza –expresada a través del llanto– como el posterior consuelo de mi padre. 

¿Qué se puede pensar acerca de una persona que niega haber sufrido un impacto negativo como consecuencia del divorcio de sus papás? Para responder, pido tomar en cuenta la siguiente premisa: quien niega haber sufrido lleva 18 años sin pisar el restaurante –y tampoco otros establecimientos semejantes– donde recibió la noticia del divorcio. 

Es posible asociar la actitud de negación con una falsa fortaleza. Un modo de evitar el proceso que implica aprehender, cuando menos, el dolor inherente que implicó tan solo escuchar la noticia de separación. Incluso después de admitir e integrar eventos que dejaron una huella indeseable, aquella parte que no aceptamos de ellos se manifestará a través de nuestras acciones. 

“Las emociones son una forma de aprehender el mundo”, afirma Sartre. Y, en efecto, la carga emocional con la cual experimentamos y, de manera posterior, asociamos un suceso casi siempre incide en la forma que este será almacenado.
Ilustraciones: Ari Barraza

El material almacenado en la memoria se utiliza más adelante para generar ideas tanto de nosotros como del mundo. Posteriormente, éstas ideas devienen en emociones que cumplen con el papel de ser nuestra “brújula”. Por ejemplo, sentí una mezcla de tristeza e impotencia el día del 9/11 y cuando estuve en Dachau. Pero, al mismo tiempo, la acción bienintencionada de mi mamá ahora me hace rezar, aunque sea de forma interna, cada vez que esas emociones vuelven a manifestarse frente a situaciones parecidas.

Durante nuestro paso por el mundo, les humanes –incluyendo a nuestros pasados homínidos– hemos sido la presa de varias especies. No obstante, el proyecto civilizatorio, con todo y sus altibajos, ha avanzado a un ritmo mucho más acelerado que nuestra fisiología. Debido a las experiencias de la especie, conservamos emociones de gran importancia que nos han ayudado a sobrevivir. Es el caso del miedo y la ansiedad. Un ejemplo que exhibe la capacidad de la memoria es el mental time travel (por su traducción, “viaje mental en el tiempo”); al parecer, hasta ahora, solo descubierta en humanes. Básicamente, nosotres tenemos la facultad de imaginarnos en un tiempo diferente. Imagínate un lunes en el cual bebes café tranquilamente, lees tu libro favorito del momento, cómodamente sentade en el sillón; de pronto llega un correo electrónico de tu jefe donde pide una junta para el viernes, sin dar explicación alguna. Para muchas personas, esta situación significa el fin de la paz del momento para dar paso al estrés tan solo por pensar en la junta del viernes. A pesar de que faltan varios días, no hay acción que se tome respecto a la reunión con el jefe. Llegado ese punto, nuestra mente ya nos trasladó a un día más cercano al viernes que el día en que realmente nos hallamos.

Puedo comprobar que esta situación es solo parte de la experiencia humana porque mi perra Kayce, que fue rescatada y teme a la mayoría de las personas –sobre todo hombres–, se alegra mucho cuando visitamos el parque. Cada ocasión que la paseo noto que se asusta ante, por al menos, dos situaciones. Pero, sin importar esos sustos, cuando nota los pasos que indican un nuevo paseo, vuelve a alegrarse. Sucede que Kayce no puede pensar acerca de qué podría asustarla en esta ocasión; ella dirige sus emociones al hecho de saber que saldrá a pasear nuevamente. No parece recordar los momentos de miedo extremo; mucho menos considera que arruinarán la emoción que le genera su actividad favorita: simplemente gusta de ir al parque y eso la libra de recuerdos, situaciones imaginarias o disponerse a sensaciones displacenteras. 

Otro punto importante a considerar al estudiar la memoria es el tiempo que hemos vivido. Quien ha vivido más años probablemente recuerda o asocia una situación estresante con un número mayor de experiencias, directa o indirectamente. Así, vivir o pensar que vivirá una circunstancia similar posee un eco mayor, convirtiendo el miedo a vivir en miedo a revivir. 

Las emociones que más nos marcan, aquellas que buscamos sentir o bien evitar, se convierten en pilar de nuestra atención y, por lo tanto, influyen en la forma que vivimos y somos.

Si regresamos al ejemplo de la reunión que arruinó un momento de tranquilidad, la reacción que uno tenga frente al aviso podría agravarse, o bien sentirse ligera, según las experiencias del pasado. Con toda probabilidad, una persona con más años de vida y gran número de recuerdos asociados al ámbito laboral habrá vivido, asimismo, un número mayor de experiencias incómodas en donde un jefe lo citó a una junta. Por su parte, el recién egresado podría haber vivido pocas o ninguna experiencia de este tipo. Previsiblemente, la persona con más años de vida y tiempo trabajando experimentará un estrés más alto. Sería, cuando menos, el escenario esperado.

Hace algunos años, una amiga (para fines prácticos usaré nombres falsos) llamada Renata me contó que su amiga Roberta le tenía envidia. Y no solo Roberta, al parecer varias personas a su alrededor la envidiaban. En ese entonces no tenía tan clara esa emoción y, sin embargo, recuerdo haber envidiado un poco a Renata por tener una vida tan envidiable. Suena paradójico, pero ocurrió que Renata me hizo pensar que yo carecía de algo envidiable. 

Más allá de eso, seguí sin prestar atención a la envidia. No obstante, llamaba mi atención que reviviera el tema en la mayoría de los encuentros con Renata. Tiempo después, caí en cuenta de que hablamos de lo que tenemos, pensamos en lo que nos sucede o creemos que nos sucede. Aunque me tomó algo de tiempo, conseguí percatarme de que Roberta era una persona muy envidiosa. Dicha emoción estaba presente en su radar mental porque forma parte de ella; era eso lo que observaba. 

Ilustraciones: Ari Barraza

También resulta importante entender las emociones desde su opuesto; a esto se le conoce como reversibilidad. Para explicarlo, basta con entender que cuando experimentamos con mucha frecuencia una emoción, el contrario de ésta se expresa en la misma medida. Si uno envidia, tendrá la sensación constante de ser envidiado; si uno teme, buscará ser temido. La misma lógica podemos aplicarla a cualquier otra emoción. Las emociones que más nos marcan, aquellas que buscamos sentir o bien evitar, se convierten en pilar de nuestra atención y, por lo tanto, influyen en la forma que vivimos y somos.

La nueva película de Pixar, Intensa mente 2, me parece bien realizada en términos generales. No obstante, difiero en cuanto al modo en que se administra la memoria. Los recuerdos que se quedan y los que se van, no son del mismo tamaño. Las emociones, a mi parecer, generan una alta o baja recepción de los eventos que suceden en la vida de una persona, puesto que a través de ellas percibimos el impacto de aquello que alojamos en la memoria. Cuando un evento cuenta con una potencia significativa seamos o no conscientes de ello, puede preservarse.

Solo al descifrar nuestras emociones, aun las displacenteras y aquellas que creemos carentes de virtud, podremos conocernos y querernos como somos.

Debemos comprender que no se trata de una elección. Qué cómodo sería seleccionar quiénes somos por medio de un decreto racional. Sin embargo, parte de lo que somos y  lo que queremos mejorar como personas viene de memorias que nos dicen “quiero volver a sentirme así” o “no quiero volver a sentirme así”. Cuando no logres entender por qué recuerdas algo, piensa en la emoción que sentiste; al mismo tiempo, trata de pensar qué sentiría otra persona –por respuesta común u opuesta– frente a un recuerdo similar, como me sucedió a mí cuando aseguré que no me dolía el divorcio de mis padres, o cuando Renata sentía que la mirada de todos expresaba envidia. Solo al descifrar nuestras emociones, aun las displacenteras y aquellas que creemos ajenas a la virtud, nos conoceremos y amaremos tal como somos.


 

Cristina Arriaga

Licenciada en Psicología con Especialidad en Clínica Sistémica y maestra en Psicología Clínica por la, Universidad de Monterrey.

 


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