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La sociedad debe ser desmantelada. Democracia, igualdad y lo social


 

Ilustración por: Jimena Pérez Ramos

Por: Wendy Brown


La palabra (inglesa y castellana) “democracia” deriva de las palabras en griego antiguo demos (el pueblo) y kratos (poder o gobierno). En contraste con oligarquía, monarquía, aristocracia, plutocracia, tiranía y gobierno colonial, democracia significa los acuerdos políticos a través de los cuales el mismo pueblo gobierna[1].


La igualdad política es la base de la democracia. Todo el resto es opcional —de las constituciones a las libertades individuales, de las formas económicas específicas a las instituciones políticas específicas—. La igualdad política por sí sola asegura que la composición y ejercicio del poder político esté autorizado por la totalidad y deba rendirle cuentas a la totalidad. Cuando la igualdad política está ausente, sea por exclusiones políticas específicas o por privilegios, por las disparidades sociales o económicas extremas, por el acceso al conocimiento desigual o administrado, o por la manipulación del sistema electoral, el poder político inevitablemente será ejercido por y para una parte, más que por el todo. El demos deja de gobernar.


La importancia de la igualdad política para la democracia es la razón por la cual Rousseau insistía en que las diferencias de poder dentro de un pueblo democrático deben “no ser tan grandes como para que puedan ser ejercidas como violencia”, y también que nadie “sea tan rico como para que pueda comprar a otro y que nadie sea tan pobre como para verse forzado a venderse”[2].


El argumento de Rousseau era más que un problema de injusticia o de sufrimiento, la sistematización de la violencia de grupo o la miseria ponen fin a la democracia. La importancia de la igualdad política para la democracia es la razón por la cual Alexis de Tocqueville identificaba la emergencia moderna de la democracia con “una revolución en el material de la sociedad” –una transformación social que destruía los rangos, o lo que él llamó «desigualdad de condiciones”[3].


La igualdad política por sí sola asegura que la composición y ejercicio del poder político esté autorizado por la totalidad y deba rendirle cuentas a la totalidad.

La importancia de la igualdad política para la democracia es también la razón por la cual los antiguos demócratas atenienses, más astutos respecto del poder que los modernos, identificaban los tres pilares de la democracia como isēgoría, el derecho igualitario de todo ciudadano de hablar y ser escuchado por la asamblea en materia de políticas públicas; isonomía, la igualdad ante la ley; e isopoliteía, votos de igual peso e igual oportunidad de asumir cargos en la administración política. Los atenienses pueden haber apreciado la libertad, pero entendieron que la democracia está anclada a la igualdad.


Ilustración por: Jimena Pérez Ramos

Si se les mide por la igualdad política, las democracias llamadas, según el caso, liberal, burguesa o capitalista, nunca han sido completas, y las provisiones democráticas que contienen se han ido debilitando incesantemente en las últimas décadas. ¿Cómo es posible, de hecho, asegurar la igualdad política en grandes estados-nación con economías capitalistas? Sheldon Wolin afirma que para cultivar la democracia en esos escenarios es necesario hacer una demanda específica al Estado, es decir, que actúe deliberadamente a fin de reducir las desigualdades de poder entre los ciudadanos. Solo entonces se puede aproximar a la igualdad política; solo entonces la vida política podría estar al servicio de la totalidad y no solo de una élite[4].


¿Cómo es posible, de hecho, asegurar la igualdad política en grandes estados-nación con economías capitalistas?

Para enfatizar su argumento sobre el paradójico requerimiento democrático de que los Estados construyan igualdad política, Wolin cita con aprobación la crítica de Marx a la Filosofía del derecho de Hegel: “Es evidente que todas las formas” del Estado moderno “tienen a la democracia como su verdad, y por esa razón son falsas hasta el punto de que no son democracias”[5]. Wolin entiende que Marx reconoce que la democracia es “un tipo distinto de asociación que apunta al bien de todos” que “depende de las contribuciones, los sacrificios y las lealtades de todos”[4]. Al mismo tiempo, Wolin caracteriza el requerimiento de que el Estado emplee su propio poder para crear a la ciudadanía democrática como un movimiento en contra del curso natural del poder político[4]. Ese curso natural, que Tocqueville mostró vívidamente al discutir sobre esta cuestión, va hacia la concentración y la centralización; el poder político y especialmente el poder del Estado no se diluyen naturalmente a través de la diseminación, aunque el gobierno efectivo pueda operar por esos mismos medios.


Ilustración por: Jimena Pérez Ramos

La democracia es, entonces, el más débil de los trillizos en disputa nacidos de la modernidad europea temprana, junto con los estados-nación y el capitalismo[6]. Según Wolin, no existe tal cosa como un Estado democrático, ya que los Estados abducen, institucionalizan y ejercen un “plus de poder” generado por el pueblo; la democracia siempre está en otra parte distinta del Estado, incluso en las democracias3. El término capitalismo democratizado es también un oxímoron y los demócratas radicales tienen buenas razones para promover formas económicas alternativas. Dicho esto, el capitalismo puede ser modulado en direcciones más o menos democráticas, y los Estados pueden hacer más o menos para nutrir o aplastar la igualdad política de la que depende la democracia.


Según Wolin, no existe tal cosa como un Estado democrático, ya que los Estados abducen, institucionalizan y ejercen un “plus de poder” generado por el pueblo.

¿Qué cosas, al margen de los elogios, hacen avanzar y protegen la igualdad política en este contexto? Leyes antidiscriminatorias que garanticen las condiciones adecuadas de existencia (ingreso, vivienda, salud) son cruciales para prevenir la privación de derechos por pura desesperación. También es vital el apoyo del Estado a una educación cívica de calidad, al voto y al acceso a cargos públicos para quienes de otra manera estarían impedidos de participar del poder político. La democracia también requiere constante vigilancia a fin de evitar que los que concentran la riqueza tomen el control del poder político. Estos (sean corporaciones o individuos) nunca dejarán de intentar lograr ese control, y una vez que alcanzan suficiente fuerza, no hay límites para sus prácticas egoístas, lo que puede incluir impedir que los pobres y los históricamente marginados realicen demandas políticas o incluso que voten[7].


Ilustración por: Jimena Pérez Ramos

En resumen, una orientación hacia la democracia en el contexto de los Estados nación y el capitalismo requiere la financiación y apoyo del Estado a los bienes públicos –desde la salud hasta la educación de calidad–, la redistribución económica y una fuerte profilaxis contra la corrupción de la riqueza. Ni los mercados ni los que ganan con ellos pueden ser autorizados a gobernar por el bien de la democracia; ambos deben ser contenidos en interés de la igualdad política, base de la democracia.


Con el fin de clarificar, la idea no es que las democracias tengan que gestionar lo que desde el siglo XIX se llama «la cuestión social», que se ocupa de cómo aliviar el empobrecimiento de las mayorías en el capitalismo mientras genera una riqueza sin precedentes para algunos pocos. “La cuestión social” tiende a estar encuadrada en términos de compasión por los pobres, honestidad o preocupación por los estallidos sociales. El punto aquí es otro: que la democracia requiere esfuerzos explícitos para crear un pueblo capaz de comprometerse con un autogobierno mesurado, esfuerzos contra las desigualdades sociales y económicas que ponen en peligro la igualdad política.


El ataque neoliberal a lo social es clave para generar una cultura antidemocrática desde abajo, al mismo tiempo que para construir y legitimar formas antidemocráticas de poder estatal desde arriba.

La democracia también requiere un fuerte cultivo de la sociedad como el lugar donde experimentamos un destino común más allá de las diferencias y la separación. Situado conceptualmente y en la práctica entre el Estado y la vida personal, lo social es donde ciudadanos de extracciones y recursos enormemente desiguales pueden juntarse y pensarse. Es donde se nos conceden derechos de ciudadanía y donde estamos reunidos (y no somos meramente cuidados) para la provisión de bienes públicos; donde las desigualdades históricamente producidas se vuelven manifiestas como acceso, voz y tratamientos diferenciados; así como el espacio donde esas desigualdades pueden ser parcialmente compensadas. La justicia social es el antídoto esencial contra las estratificaciones, las exclusiones, las abyecciones y las desigualdades, de otra manera despolitizadas, que acompañan a la despreocupación liberal por los asuntos comunes de los órdenes capitalistas; y es en sí misma una sencilla refutación de la imposibilidad de una democracia directa en Estados nación grandes o en sus sucesores posnacionales, como la Unión Europea.


Más que una persuasión ideológica, la justicia social –la modulación de los poderes del capitalismo, del colonialismo, de la raza, del género y otros– es todo lo que hay entre el sostenimiento de la promesa (siempre incumplida) de la democracia y el abandono total de esa promesa. Lo social es donde somos más que individuos o familias, más que productores económicos, consumidores o inversores, y más que meros miembros de una nación.


Ilustración por: Jimena Pérez Ramos

Efectivamente, la existencia de la sociedad y la idea de lo social –su inteligibilidad, su protección ante los poderes estratificantes y, sobre todo, su pertinencia como espacio de justicia y de bien común– es precisamente lo que el neoliberalismo se dispone a destruir conceptual, normativa y prácticamente. Denunciada como una palabra sin sentido por Hayek y declarada de forma célebre como no existente por Margaret Thatcher («No existe tal cosa…»), la «sociedad» es un término peyorativo para la derecha de hoy en día, que acusa a los militantes políticos y activistas (en inglés social justice warriors, sjws) de socavar la libertad con una agenda tiránica de igualdad social, derechos civiles, leyes antidiscriminación, y hasta educación pública. El neoliberalismo intentó directamente desmantelar el Estado social, ya fuera privatizándolo (la revolución Reagan-Thatcher), devolviendo sus tareas a la sociedad (a través de la «Big Society» del Reino Unido y los «Points of Light» de Bush), eliminando los restos del Estado de bienestar o «deconstruyendo el Estado administrativo» (el objetivo de Steve Bannon para la presidencia de Trump). En cada caso, no es solo la regulación social y la redistribución lo que se rechaza como inapropiadas interferencias en los mercados o ataques contra la libertad. También se descarta la dependencia de la democracia respecto de la igualdad política[8].


El ataque neoliberal a lo social es clave para generar una cultura antidemocrática desde abajo, al mismo tiempo que para construir y legitimar formas antidemocráticas de poder estatal desde arriba. La sinergia entre las dos es profunda: una ciudadanía cada vez menos democrática y cada vez más antidemocrática está mucho más dispuesta a autorizar un Estado cada vez más antidemocrático. Mientras el ataque a lo social vence al entendimiento democrático de la sociedad sostenido por un pueblo diverso, igualmente acreditado para participar del autogobierno, la política se vuelve un campo de posicionamientos extremos y autoritarios, y la libertad se convierte en un derecho de apropiación, de disrupción e incluso de destrucción de lo social –su enemigo manifiesto–.

 

Wendy Brown

Filósofa y politóloga estadounidense; profesora de Ciencias Políticas y parte de la Facultad en el Programa de Teoría crítica en la Universidad de California, Berkeley.

 

REFERENCIAS Y NOTAS


1 Lo que los antiguos atenienses entendían por demos está en disputa entre los académicos contemporáneos.

2 Rousseau, J. J. (1996). El contrato social. Alianza Editorial.

3 Tocqueville, A. (1997). La democracia en América. Fondo de Cultura Económica.

4 Wolin, S. (2017). Fugitive Democracy and other essays. Princeton University Press.

5 Wolin toma a Marx para decir que la legitimidad del Estado moderno descansa en la afirmación de gobernar para el bien de la sociedad entera, de brindar el bien común, antes que ser instrumentos de las élites. De Hegel, Marx acepta la aspiración o el engaño del Estado moderno de ser «universal» y así revela la famosa «revolución en la vida material» que debe producirse para que esa aspiración sea realizada.

6 Sobre nuestros tiempos, Wolin dice: «La contención de la democracia política está […] íntimamente conectada con la animosidad contra la socialdemocracia».

7 Aunque muchas veces sean reflexivos, también toman la forma de proyectos bien preparados, como los desarrollados meticulosamente por James Buchanan, los hermanos Koch y el Instituto Cato, en los que el objetivo deliberado es reemplazar la democracia por el gobierno de los ricos blancos, así como capturar instituciones y discursos políticos para este fin. El fraude electoral y la supresión de votantes se han convertido en tácticas evidentes y directas del Partido Republicano en años recientes y fueron vívidamente desplegadas en las elecciones parlamentarias de 2018.

8 Wolfgang Streeck se refiere a esto como deseconomizar la democracia.


* Este texto es parte del libro En las ruinas del neoliberalismo. El ascenso de las políticas antidemocráticas en occidente, y se publica con la autorización de la distribuidora Tinta Limón en México. https://tintalimon.com.ar/libro/en-las-ruinas-del-neoliberalismo/

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