Exclusión social y ceguera selectiva
Dr. Javier José García Justicia: Decano de la Escuela de Educación y Humanidades de la Universidad de Monterrey (UDEM); doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid; maestro en Sociología de la Población, la Sociedad y el Territorio; maestro en Cooperación Internacional para el Desarrollo; licenciado en Educación; licenciado en Ciencias Religiosas y Catequéticas. Diplomado en Antropología Social. Diplomado en Enfoque Basado en Derechos Humanos.
Adentrarse en el estudio de cualquier fenómeno social en el Área Metropolitana
de Monterrey (AMM) conlleva un evidente cuestionamiento acerca de los grandes contrastes de la ciudad, donde conviven por un lado una de las situaciones
económicas más privilegiadas del país, a la vez que una de las desigualdades más latentes de América Latina y uno de los niveles de discriminación más altos de México.
En las sociedades con grandes diferencias se pierde la confianza entre sus integrantes; con las desigualdades tan pronunciadas baja la identificación y la desconfianza se refuerza. Nos solemos identificar con quien es igual a nosotros, pero en nuestro imaginario colectivo hemos construido desigualdades de todo tipo (por color de la piel, origen étnico, orientación sexual, religión, capacidades, nivel económico...) aprendidas culturalmente desde la infancia. Una situación como esta, asociada a los altos grados de marginación, la corrupción, la poca efectividad de las políticas públicas de desarrollo social y el debilitamiento de las redes sociales, genera un aumento de los resentimientos al igual que de la frustración, caldo de cultivo perfecto para el conflicto social.
Cabe señalar que en este contexto también existe una especie de ceguera social selectiva, en muchas personas no existe la capacidad de ver estos fenómenos y menos de preguntarse el origen real de los mismos. Quizás el ver diariamente situaciones tan contrastantes y tan cercanas puede llevar a la normalización e invisibilización de estas realidades, siempre y cuando no se tornen en una amenaza que invadan nuestro espacio vital y social.
El AMM –ya lo decía– tiene los niveles más altos de discriminación por origen étnico, género, orientación sexual, discapacidad, ideología, religión y política. Cuando los procesos de exclusión están enraizados en esta estigmatización de identidades, la integración en la sociedad es más difícil.
Ante la poca tolerancia a los que se considera “diferentes”, hay que ser capaces de descubrir las razones morales entrelíneas, desarrollar un discurso alternativo que no etiquete y estigmatice y “reevaluar las identidades devaluadas acordes con el reconocimiento social que necesitan”1.
Al hablar de estos fenómenos, es importante dejar de poner el foco en las personas que están sufriendo esta estigmatización, dejar de contabilizar pobres, personas marginadas, excluidas, discriminadas, violentadas y centrarse en el análisis de los excluidores, de las estructuras que generan estas situaciones, en las raíces de los problemas y en comprender las dinámicas de la sociedad que ejerce esta fuerza de exclusión; de igual manera es necesario revisar las barreras y fronteras sociales, culturales y simbólicas que impiden a estas personas ser ciudadanos con plenitud de derechos.
LA NORMALIZACIÓN DE LA VIOLENCIA SIMBÓLICA
La exclusión es una forma de poder que se ejerce contra el individuo. A través de la deshumanización, frustración, angustia, humillación, resentimiento, disgusto, alienación, apatía, resignación, dependencia y claramente agresión, se establece un método de persuasión y control 2. Es una especie de eliminación simbólica del otro 3. El poder se ve reflejado en la capacidad de lograr que un grupo de la población en particular imponga sus preferencias y prácticas como una visión natural de lo “normal”4.
El sociólogo francés Pierre Bourdieu considera que el poder simbólico no vive en los sistemas simbólicos, sino que se define a través de los que ejercen el poder y quienes lo sufren: “El principal mecanismo de la imposición del reconocimiento de la
cultura dominante como cultura legítima y del correspondiente reconocimiento de la ilegitimidad de la arbitrariedad cultural de los grupos o clases dominadas reside en la exclusión, que quizá no tiene tanta fuerza simbólica como cuando toma la apariencia de autoexclusión”5.
Este tipo de violencia se reproduce en las estructuras sociales a través de un círculo donde el capital que se posee, o en muchas ocasiones se aparenta poseer, genera un valor subjetivo llamado capital simbólico. El mismo Bourdieu afirma que los que tienen el poder ideológico producen un gran volumen de capital de diferentes tipos, lo que genera una distinción y una identidad propia que desean imponer a todos como la única visión del mundo social.
Esta “naturalización” de la cultura dominante como la única y verdadera es la expresión máxima de la violencia simbólica definida como “el poder de imponer significados como legítimos a través de las relaciones de poder, las cuales son las bases para que esta pueda ser ejercida” 7.
Tras la imposición de un sistema de valores determinado se podría ver, aparentemente, una fuerte cohesión social, pero ésta no siempre conlleva a una situación positiva para la sociedad debido a que se puede convertir en un elemento de discriminación, una forma de imposición del sistema de valores de un grupo de la población sobre otro. Wilton 8 discute la forma en que la proximidad de los que son diferentes puede ser vista como una amenaza para el orden social, las identidades individuales y colectivas.
Cuando en una sociedad los valores más importantes son los mismos entre amplios segmentos y grupos de la población, se puede visualizar cohesión, unidad y armonía. Cuando esto no ocurre se rompe el tejido social y el sentido de comunidad, se polarizan las posiciones y se tiende a la imposición de las normas socialmente aceptables desde el grupo que tiene el monopolio social; y en todo ejercicio de imposición está latente el conflicto. El ejercicio del poder y el conflicto social se unen.
Uno de los sistemas clave para naturalizar-normalizar esta cultura es la educación. Durkheim, Engels, Weber, padres de la sociología, destacaban 9,10,11 que la función principal de la educación era la de introducir normas, creencias y sentimientos en todos los individuos. Visualizaban la educación como un instrumento ideológico que se usa para perpetuar las relaciones desiguales y reproducir las condiciones existentes a nivel cultural como ideas, hábitos, costumbres y formas de relacionarse, mismas que dejan sentado el mantenimiento del poder y el control o dominación social de unas clases sobre otras.
Otro hecho que refuerza algunos procesos de exclusión social es la discriminación religiosa12. Para algunos sectores de la población, la religión tiene que ver más con el estatus social, el aparentar o seguir las tradiciones, que con pertenecer a una fe, decidir libre y maduramente una vivencia religiosa o vivir una espiritualidad profunda. Una religiosidad como la primera señalada puede llevar a una doble moral en algunos casos, donde se manifiesta una determinada cara pública de cumplimiento externo, pero a la vez oculta una cara privada en la que todo se vale y se puede.
Recordemos que todo fundamentalismo, tanto el político como el religioso, oculta una violencia simbólica e ideológica de mucha carga. El religioso concretamente se fundamenta en visiones infantiles de la religión con códigos éticos manipuladores y controladores, basados en ritos meramente externos, vacíos de vivencias espirituales internas, enfocados en el mero cumplimiento de un código moralista, de una pseudo-ética evangélica; y digo pseudo −falsa− porque el evangelio está cargado de vivencias de amor, compromiso, acogida y perdón, y no de miedo, castigo, persecución, discriminación, señalamiento y culpabilización.
Lo anterior disfraza un claro teísmo ético al creer que se tiene fe por el simple hecho de cumplir normas o acordarte de que Dios existe cuando te va mal. En algunos discursos fundamentalistas también se potencia el señalar una religión como la verdadera y se descalifica a las demás como si fueran una secta, lo que potencia la discriminación hacia las religiones minoritarias o hacia las personas sin religión.
EXCLUSIÓN Y VIOLENCIA SIMBÓLICA EN EL AMM
En este espacio urbano pareciera que el estilo de vida, los patrones de comportamiento, las normas socialmente aceptables y los roles sociales están claramente determinados y son muy predecibles. El que se ajuste a ellas es incluido, aceptado. El que se sale de estos patrones es excluido. Toda inclusión siempre es deseable, pero ciertas formas de inclusión se pueden convertir en elementos de control social pues limitan las opciones de cómo vivir, no dan cabida a la pluralidad, ni a otros estilos de vida.
Existe una necesidad de distinguirse de los demás por los bienes y la apariencia, lo que ha hecho que se desarrollen una serie de códigos simbólicos que determinan la aceptación-inclusión social. Códigos que ocultan una violencia simbólica latente para quienes no se ajustan a ellos, o bien para aquellos que en pro de cumplirlos
sacrifican su ser social, para no ser mal vistos o no ser apartados de la dinámica. En determinadas ocasiones, los excluidos que consiguen ser incluidos en la sociedad adoptan normas, valores y comportamientos profundamente excluyentes para así ser aceptados.
Un sector importante de la población tiene internalizada la cultura del “wannabe”, anglicismo que define a la persona que quiere aparentar lo que no es, que aspira a un nivel de vida que no se puede permitir. Eres valorado por lo que tienes, por tu nivel de utilidad y productividad. Estos códigos “wannabe” se reflejan en una uniformidad en la vestimenta, los lugares para vacacionar, los temas de conversación, la aspiración de residir en un determinado código postal, el tipo de coche que se tiene que comprar, aparentar ser “gente de bien”, estar “casado bien”, un “bien” que encierra un juicio social sobre lo bueno y lo malo.
Por ejemplo, una camioneta puede ser un bien aspiracional para muchas familias que tienen uno o dos hijos; muchas veces no es necesaria, pero no tenerla representaría una minusvaloración comparativa con el resto, lo que evidencia un ejercicio de violencia simbólica.
Y qué decir sobre cómo la retórica política y cultural actual legitima la proliferación de muros, barreras, fronteras, campos y vecindarios cerrados ante el aumento del conflicto social. Es evidente la fuerte segregación territorial de la ciudad, donde existen espacios sociales propios de las áreas más desarrolladas del planeta, junto a otros comparables a las zonas más paupérrimas, únicamente separados por una carretera que las cruza, una montaña o un simple muro de concreto.
Al igual que las barreras y fronteras simbólicas arriba señaladas han sido construidas, está en nuestras manos poderlas deconstruir, y edificar una nueva cultura plural cargada de símbolos que incluyan a todos los ciudadanos. Una cultura que valore las diferencias como fuente de aprendizaje y no como una amenaza, ya que una de las grandes riquezas de México es su pluralidad. Sólo así se podrán potenciar las esferas de la inclusión y el replanteamiento de la ciudadanía para que todos tengan cabida en la sociedad.