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La lucha por el pasado, cómo construimos la memoria social


 

Ilustraciones: Jimena Pérez Ramos

Por: Elizabeth Jelin


Nuestra existencia diaria está constituida fundamentalmente por rutinas, prácticas habituales, no siempre reflexivas sino aprendidas y repetidas. El pasado del aprendizaje y el presente de su memoria se convierten en hábito y en tradición. Son parte de la vida normal. No hay nada memorable en el ejercicio cotidiano de estos comportamientos, enmarcados y transmitidos socialmente en la familia, en la clase social y en las tradiciones de otras instituciones como la escuela y la Iglesia, según refiere Halbwachs en sus clásicos textos.[1] Lo “memorable” surge cuando esas rutinas aprendidas y esperadas se quiebran, cuando un nuevo acontecimiento irrumpe y desestructura. Ahí el sujeto se ve involucrado de manera diferente. El proceso vivido cobra una vigencia que impulsa después a la búsqueda del sentido de ese acontecimiento. La rememoración, lo “memorable”, toma entonces una forma narrativa, se vincula con algún objeto o imagen y puede convertirse en algo comunicable. De otro modo, permanece, en sus reapariciones y repeticiones, en el universo del sinsentido.

Como he planteado en repetidas ocasiones anteriores[2], hablar de memorias significa hablar de un presente. En verdad, la memoria no es el pasado, sino la manera en que los sujetos construyen un sentido del pasado, un pasado que se actualiza en su enlace con el presente y también con un futuro deseado en el acto de rememorar, olvidar y silenciar. Ubicar temporalmente la memoria significa traer el “espacio de la experiencia” al presente, que contiene y construye la experiencia pasada y las expectativas futuras. La experiencia es un “pasado presente, cuyos acontecimientos han sido incorporados y pueden ser recordados”.[3] El pasado ya pasó, es algo determinado, no puede cambiarse. Lo que cambia es el sentido de ese pasado, sujeto a reinterpretaciones que están, momento a momento, ancladas en la intencionalidad y en las expectativas hacia el futuro. Por eso, es un sentido activo, elaborado por actores sociales en escenarios de confrontación y lucha frente a otras interpretaciones, a menudo contra olvidos y silencios. Actores y militantes hacen uso del pasado, colocando en la esfera pública del debate sus lecturas e interpretaciones, en función de sus compromisos emocionales y políticos con el pasado y con el futuro. El “Nunca más”, por citar un ejemplo emblemático, condensa un pasado –lo que pasó–, una expectativa de futuro –la intención y el deseo de que no se repita ni reitere–, y el presente en el que actores e instituciones sociales lo expresan –la consigna dicha o gritada en un lugar y en un momento específicos–. 

Hablamos de procesos subjetivos de construcción de significaciones y de los escenarios sociales en que estos procesos se manifiestan. En esos escenarios, los sujetos de la acción se mueven y orientan (o se desorientan y se pierden) en un presente que, a la vez, se acerca y se aleja de esos pasados recogidos en los espacios de experiencia y de los futuros incorporados en horizontes de expectativas. Nuevos procesos históricos, nuevas coyunturas y escenarios sociales y políticos, además, no pueden dejar de producir modificaciones en los marcos interpretativos para la comprensión de la experiencia pasada y para construir expectativas. Multiplicidad de tiempos y de sentidos, así como la  transformación y cambio en actores y procesos históricos: estas son algunas de las dimensiones de la complejidad.

Ilustraciones: Jimena Pérez Ramos

Hay también vivencias pasadas que reaparecen en momentos posteriores, y el sujeto no puede significarlas: son las “heridas de la memoria”, situaciones en que la represión y la disociación provocan interrupciones, quiebres y huecos traumáticos en la capacidad narrativa. Se trata de la imposibilidad de dar sentido al acontecimiento pasado, la imposibilidad de incorporarlo y elaborarlo, que coexiste con su presencia persistente y obstinada y con su manifestación en acciones, en comportamientos, en síntomas. La experiencia psicoanalítica clínica basada en la teorización del trauma y su aplicación a situaciones de catástrofe social[4] muestran los avatares personales entre la actuación y la reiteración sin sentido (acting out) y la elaboración (working through) de la condición traumática[5]. En este nivel psicosocial, el olvido no es ausencia o vacío. Es la presencia de esa ausencia, la representación de algo que estaba y ya no está, borrada, silenciada o negada.

El olvido ocupa un lugar central en las memorias. La memoria es siempre selectiva, ya que la memoria total es imposible –como nos recuerda el relato de Borges, “Funes el memorioso”–. La vida cotidiana habitual, así como las situaciones excepcionales, tienen incorporados olvidos y silencios. En el extremo, puede haber un olvido profundo, llamémoslo “definitivo”, que responde al borramiento de hechos y procesos del pasado producidos en el propio devenir histórico. La paradoja es que si el borramiento total ha sido exitoso, su mismo éxito impide su comprobación, ya que no quedan rastros. A menudo, sin embargo, pasados que parecían olvidados definitivamente reaparecen y cobran nueva vigencia a partir de cambios en los marcos culturales y sociales que impulsan a revisar y reconocer huellas y restos a los que no se les había otorgado ningún significado durante décadas o siglos*. Se trata, de hecho, de recuperar o “inventar” las tradiciones[6].

Lo que el pasado deja son huellas, en las ruinas y marcas materiales, en documentos y papeles, en las trazas mnémicas, en la dinámica psíquica de las personas, en el mundo simbólico. Esas huellas, en sí, no constituyen “memoria”, a menos que sean evocadas y ubicadas en un marco que les otorgue sentido. La dificultad no radica sólo en que hayan quedado pocos registros, o que los restos del pasado hayan sido destruidos, sino en los impedimentos para acceder e interpretar esas huellas, ocasionados a veces por mecanismos de represión y desplazamiento.

En verdad, la memoria no es el pasado, sino la manera en que los sujetos construyen un sentido del pasado, un pasado que se actualiza en su enlace con el presente y también con un futuro deseado en el acto de rememorar, olvidar y silenciar.

¿Quiénes deben darle sentido al pasado? ¿A cuál pasado? Son individuos y grupos en interacción con otros, agentes activos que recuerdan, y que a menudo intentan transmitir y aún imponer sentidos del pasado a otros, diversos y plurales, que pueden tener o no la voluntad de escuchar. Hay pasados autobiográficos, acontecimientos vividos en carne propia. Para quienes atravesaron un evento, puede ser un hito central de su vida y su memoria. Están también quienes no tuvieron la experiencia pasada propia. Esta falta los pone en una aparente otra categoría: son “otros”. Para este grupo, la memoria es una representación del pasado construida como conocimiento cultural compartido por generaciones sucesivas y por diversos “otros”. En verdad, es en este transmitir y compartir donde la dimensión intersubjetiva y social de la experiencia y de la memoria se torna clave. La transmisión intergeneracional de las memorias sociales ligadas a pasados violentos y su función pedagógica se convierten entonces en cuestiones centrales de políticas institucionales, formales e informales, en especial en instituciones educativas y culturales.

Los actores sociales y políticos habitualmente tienen la intención o voluntad de presentar una narrativa del pasado en los escenarios públicos de su actuación, y luchan por imponer su versión del pasado como la dominante y convertirla en hegemónica, legítima, “oficial”, normal. Frente a pasados de violencia política y represión estatal en situaciones límite, la intención político-estatal puede ser llegar a una narrativa que logre consenso y permita una solución o sutura, como cierre final de las cuentas con ese pasado. Sin embargo, estas tentativas serán siempre cuestionadas y contestadas, ya que los procesos de construcción de memorias son siempre abiertos, y nunca acabados. Así, ninguna ley de amnistía sobrevivió sin cuestionamientos e intentos de derogación; ninguna comisión investigadora –las comisiones de verdad– se constituyó como punto final de los conflictos y luchas por el sentido del pasado; ninguna fecha conmemorativa, monumento o marca mantuvo un sentido unívoco y permanente, sin cambios ni resignificaciones.

Actores y militantes hacen uso del pasado, colocando en la esfera pública del debate sus lecturas e interpretaciones, en función de sus compromisos emocionales y políticos con el pasado y con el futuro.

Estas consideraciones tienen varias implicaciones para las estrategias de análisis de las elaboraciones acerca de pasados políticamente conflictivos y de situaciones límite. Primero, la necesidad de abordar los procesos reconociendo el carácter conflictivo de las memorias, desplegadas siempre en escenarios de confrontación y contraposición de sentidos en relación con el pasado. Segundo, la necesidad de abordar el tema desde una perspectiva histórica, es decir, pensar los procesos de memoria como parte de un devenir que implica cambios y elaboraciones en los sentidos que actores específicos dan a esos pasados. Tercero, la necesidad de reconocer que el “pasado” es una construcción cultural sujeta a los avatares de cada presente. Sin embargo, no se trata de cuestiones puramente coyunturales. La continuidad en las imágenes y sentidos del pasado, o la elaboración de nuevas interpretaciones y su aceptación o rechazo sociales, producen efectos materiales, simbólicos y políticos, e influyen en las luchas por el poder. De lo que se trata es de trayectorias históricas en las expresiones de memoria: lo que se hace en un escenario y un momento dado depende de la trayectoria anterior del tema, y ésta condiciona sus desarrollos futuros, abriendo o cerrando posibilidades. Hay historicidad en la palabra: lo que se dice en un espacio y tiempo, en una circunstancia específica, es diferente a lo que se dice en otro o frente a otra gente, en contextos distintos. Sucede así debido a aquello que se puede o quiere expresar, a estrategias propias de quien habla, pero también a quién está del otro lado, a cómo es escuchado –o no– e interpretado por los demás. Las combinaciones son múltiples: silencios de diverso tipo, palabras llevadas por el viento sin que nadie les preste atención o se las rechace. Palabras dichas porque “sirven” para algo, silencios estratégicos.

¿Quién habla? ¿Dónde o frente a quiénes? ¿Qué dice y qué calla? ¿Quién escucha? ¿Qué escucha? ¿En qué encuadre político, social y cultural se enmarca ese relato? Estas preguntas parecen sencillas y descriptivas de situaciones concretas, pero no lo son. Quien habla y relata aspectos de su pasado lo hace en momentos específicos de su curso de vida, y los recuerdos están mediados por toda la experiencia vivida y por su situación coyuntural. Selecciona, silencia, también olvida. Y relata memorias de acontecimientos, pero también memorias de memorias[7] donde las capas de temporalidades se superponen.

Hay también vivencias pasadas que reaparecen en momentos posteriores, y el sujeto no puede significarlas: son las “heridas de la memoria”, situaciones en que la represión y la disociación provocan interrupciones, quiebres y huecos traumáticos en la capacidad narrativa.

La capacidad y posibilidad de hablar, de ejercer la palabra, tienen su anclaje en el espacio de interacción social y política. Se conjugan aquí la subjetividad de las personas que quieren o pueden hablar para transmitir algo de su experiencia y, del otro lado, los entornos que favorecen u obstaculizan esa palabra. Intervienen también los marcos interpretativos compartidos que van definiendo y redefiniendo las fronteras entre lo privado y lo público, lo individual y lo colectivo, lo político y lo moral. De hecho, la manera como se nombra marca la experiencia, tanto en el momento en que se la vive como cuando se la rememora. Aun la parte “fáctica” de lo vivido está mediada por las categorías de pensamiento, y esto se torna más central con el paso del tiempo, con la incorporación de la experiencia humana y de los sentimientos, del entonces y del después, con los cambios en los climas sociopolíticos y en los marcos culturales disponibles.

De ahí la centralidad de los silencios. Los silencios y borramientos públicos pueden ser producto de una voluntad o de una política de olvido y silencio. Los actores involucrados elaboran estrategias con el objetivo de impedir la recuperación de los recuerdos en el futuro. Así puede leerse la célebre frase de Himmler, cuando declaró que la “solución final” fue una “página gloriosa de nuestra historia, que no ha sido jamás escrita, y que jamás lo será”[8]. Se trata de un acto político voluntario de destrucción de pruebas y huellas con el fin de promover olvidos selectivos. No hace falta apelar, sin embargo, a un ejemplo tan extremo, para observar que toda política de conservación y de memoria, al seleccionar huellas para preservar, conservar o conmemorar, trae implícita una voluntad de olvido de aquello que se deja de lado. Esto incluye, por supuesto, a los propios investigadores que eligen qué contar, qué representar o qué escribir. Los recuerdos y memorias de protagonistas y testigos, en cambio, no pueden manipularse de la misma manera; la erradicación en este caso necesita de su exterminio físico.

En el caso de protagonistas y testigos hay un tipo de silencio “evasivo”, un intento de no recordar lo que puede herir. En el plano personal, son silencios y secretos acerca de situaciones conflictivas o vergonzantes. Existen silencios ligados al miedo –desde la violencia doméstica o el acoso sexual en lo interpersonal hasta los silencios políticos que hemos vivido tan de cerca en los regímenes políticos dictatoriales en la España franquista o en las dictaduras del Cono Sur–. También silencios para proteger y cuidar a otros, para no herir ni transmitir padecimientos. En lo social, esto ocurre especialmente en períodos históricos posteriores a grandes catástrofes sociales, masacres y genocidios, que generan, entre quienes han sufrido la violencia, una voluntad de no querer saber, de evadirse de los recuerdos para poder seguir viviendo –incluso conviviendo a diario con quienes causaron sufrimientos y dolores en el pasado–[9]. Jorge Semprún tituló el libro en el que vuelca su experiencia en Buchenwald, escrito cincuenta años después de la liberación, La escritura o la vida. Su reflexión anuda su propia “estrategia de la amnesia voluntaria”[10] con comentarios agudos sobre las dificultades de encontrar quién escuche: “El verdadero problema no estriba en contar, cualesquiera que fueran las dificultades. Sino en escuchar… ¿Estarán dispuestos a escuchar nuestras historias, incluso si las contamos bien?”.[10]

Ilustraciones: Jimena Pérez Ramos

En los casos de silencio, sobreviven recuerdos dolorosos que esperan el momento propicio para ser expresados[11]. Esta “espera” tiene que ver con otra lógica en el silencio: encontrar a otros con capacidad de escuchar es vital en el proceso de quebrar silencios, por el temor a no ser comprendido. Quizás sea esta ausencia de capacidad de escucha y su aparición muchos años después, para dar un ejemplo muy elocuente, lo que haya ocurrido en relación con las violaciones y los abusos sexuales como prácticas represivas (tema que se presenta en el capítulo 6).

El silencio se rompe cuando quienes sufrieron directamente comienzan a hablar y narrar sus experiencias. El testimonio es, a la vez, una fuente fundamental para recoger información sobre lo que sucedió, un ejercicio de memoria personal y social que intenta dar algún sentido al pasado, y un medio de expresión personal por parte de quien relata y quien pregunta o escucha**. A su vez, quien escucha puede sentir extrañamiento y distancia. En realidad, las posibilidades de escuchar varían a lo largo del tiempo: parecería que hay momentos históricos en que es posible escuchar, y otros en los cuales esto no ocurre. Hay momentos en que el clima social, institucional y político está ávido de relatos; otros donde domina la sensación de saturación y de exceso. Esta es también una razón para incluir la temporalidad y la historicidad de las narrativas personalizadas y de las posibilidades de escucha.

Quienes escuchan también seleccionan, silencian, interpretan, dan sentido o refuerzan sinsentidos en lo que se dice y se calla. Esos otros, además, son parte de contextos y escenarios más amplios, que también encuadran las memorias. Los encuadres pueden ser institucionales, desde los más formales en testimonios en juicios o comisiones investigadoras, hasta la reflexión autobiográfica menos disciplinada o enmarcada institucionalmente, pasando por entrevistas solicitadas por mediadores diversos (archivos históricos, periodistas, investigadores).[11] Por otro lado, y esto es importante en la argumentación de este libro, hay encuadres políticos y culturales cambiantes, así como climas de época, que establecen las gradientes de legitimidad de las voces, autorizando algunos temas y denegando  otros, avalando a ciertas voces y no a otras.

Hay pasados autobiográficos, acontecimientos vividos en carne propia. Para quienes atravesaron un evento, puede ser un hito central de su vida y su memoria.

En suma, las narrativas de quienes ejercen poder y quieren imponer una narrativa dominante y quienes tienen memorias personales de lo que les tocó vivir, enlazan una multiplicidad de voces y la circulación de múltiples “verdades”; también de silencios y cosas no dichas. Los silencios y lo no dicho pueden ser expresiones de huecos traumáticos. Pueden ser estrategias para marcar la distancia social con la audiencia y con los otros,[12] o responder a lo que otros están dispuestos a escuchar. Pueden también reflejar una búsqueda de restablecer la dignidad humana y “la vergüenza”, volviendo a dibujar y a marcar espacios de intimidad que fueron avasallados y que no tienen por qué ser expuestos nuevamente a la mirada de otros.[13]


 

Elizabeth Jelin

Licenciada en Sociología por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y doctora en Sociología por la Universidad de Texas. Entre 1964 y 1973 estuvo como investigadora en el Centro de Investigaciones Económicas en la Universidad de Nuevo León (hoy UANL).

 

REFERENCIAS Y NOTAS


1 Halbwachs, M. (2004a [1950], La memoria colectiva, Zaragoza, Prensas Universitarias.

––(2004b [1925], Los marcos sociales de la memoria, Barcelona, Anthropos.

2 Jenin, E. (comp.) (2002a). Las conmemoraciones. Las disputas en las fechas “infelices”, Madrid - Buenos Aires, Siglo XXI. 

––(2002b), Los trabajos de la memoria, Madrid - Buenos Aires, Siglo XXI [ed. act., 2011].

3 Koselleck, R. (1993). Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós.

4 Kaes, R. (1991). Rupturas catastróficas y trabajo de la memoria. Notas para una investigación, en J. Puget y R. Kaes (comps.), Violencia de estado y psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós - APDH, pp. 137-163.

5 LaCapra, D. (2001). Writing History, Writing Trauma, Baltimore, The Johns Hopkins University Press. 

6 Hobsbawm, E. y T. O. Ranger (2003). La invención de la tradición, Barcelona, Crítica.

Yerushalmi ¡, Y. H. (1982).  Zakhor. Jewish History and Jewish Memory, Seattle, University of Washington Press.

7 Passerini, L. (1992). Introduction, en L. Passerini (ed.), Memory and Totalitarism, Oxford, Oxford Universty Press.

8 Himmler dijo esta frase a los generales de las SS el 4 de octubre de 1943 (cit. por Shirer, 1967: 1259).

9 Theidon, K. (2013). Intimate Enemies Violence and Reconciliation in Peru, Filadelfia, University of Pennsylvania Press.

10 Semprún, J. (1997), La escritura o la vida, Barcelona, Tusquets.

11 Pollak, M. (2006a). “Memoria, olvido, silencio”, en Memoria, olvido, silencio. La producción social de identidades frente a situaciones límite, La Plata, Al Margen, pp. 17-31.

12 Sommer, D. (1991). Rigoberta's Secrets, Latin American Perspectives, 70(3).

13 Amati Sas, S. (1991). Recuperar la vergüenza, en J. Puget y R. Kaes  (comps.), Violencia de Estado y psicoanálisis, Buenos Aires, CEAL, pp. 107-119 

* Por citar un ejemplo, los descendientes del pueblo huarpe en la zona de Cuyo, en el oeste argentino, han reconocido y dado un renovado sentido a prácticas y huellas del pasado. Al preguntarse sobre tradiciones “de los abuelos”, ciertos lugares donde los arrieros paraban con sus animales en sus trayectos cobraron un sentido identitario que se había perdido desde la supuesta desaparición de los huarpes en el siglo XVIII (Escolar, 2007).

** Puede ocurrir que, aunque se responda a preguntas sobre el pasado vivido o se logre “contar”, haya dificultades y obstáculos narrativos enormes, reflejando la imposibilidad de encuadrar esas vivencias en un marco compartido, generando incapacidades semióticas y vacíos narrativos. Hay testimonios que carecen de subjetividad y que, si se expresan, resultan repeticiones ritualizadas del relato del sufrimiento (Van Alphen, 1999).


Este texto es parte del libro La lucha por el pasado. Cómo construimos la memoria social, y se publica con la autorización de la editorial Siglo XXI Editores, S.A. de C.V.


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