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En defensa de la literatura como forma de escapismo

  • agencia2946
  • hace 14 horas
  • 10 Min. de lectura

 

Ilustraciones: Jimena Pérez Ramos
Ilustraciones: Jimena Pérez Ramos

Por: Kurt Lester Benze Hinojosa


Una de mis estudiantes —llamémosle Luciana— me contó alguna vez que, cuando recién ingresó a la carrera de Letras, sus compañeros estaban hablando de lo que habían leído durante sus vacaciones de verano. Algunos de ellos mencionaron a Montaigne, Balzac y otros nombres de gran talla. Luciana prefirió no decir nada porque ella había leído las novelas de Monster High, de Lisi Harrison, y le avergonzaba admitir que, en vez de clásicos de la literatura y obras elevadas, había leído libros basados en juguetes de Mattel.

Otro estudiante me pidió una vez recomendaciones de películas; la cosa es que debían ser “obras maestras”. Él no quería darse el lujo de perder el tiempo viendo filmes inferiores (y, por supuesto, debe hacer lo mismo con sus lecturas). Una colega también me contó, casi en secreto, que le gustaba ver telenovelas turcas. Obviamente, ella sabía que yo no la iba a juzgar, pero, por la manera en que me lo dijo, era claro que temía que otros sí lo harían si se llegaran a enterar de dicho gusto.


En el mundo literario, se suele encontrar el término “subliteratura” para señalar aquellos textos que “no son literatura” o que son “literatura inferior”, es decir, que están basados en fórmulas, fueron creados para venderse masivamente y carecen de complejidad y profundidad. Se trata de un término más informal que académico –y hay un buen motivo: no hay manera sólida de justificarlo–, pero que constantemente se usa para desestimar obras y géneros populares. Como sabrán, esta expresión esnob se extiende al cine, la televisión y a cualquier otro formato o disciplina vinculada al arte.


¿Por qué a la mayoría de la gente le encantan las narraciones sencillas y formularias? ¿Por qué no suelen elegir a, digamos, Juan Rulfo y Dostoyevski sobre J. K. Rowling y Stephen King? Aún más importante: ¿deberían elegir a Rulfo y Dostoyevski sobre Rowling y King? Responder estas preguntas es una tarea más complicada de lo que uno supone en primera instancia y, en definitiva, el espacio que ocupa este artículo será insuficiente para hacerlo con la hondura que se requiere. Pero haré lo posible.


Antes que nada, tendríamos que hacernos la pregunta: ¿por qué leemos? Para ello, demos un vistazo a lo que implica el acto de leer: las primeras conexiones que hacemos con un texto literario son enteramente emocionales. Es lo que Louise M. Rosenblatt llamó “lectura estética”; una serie de sentimientos, asociaciones, sensaciones y actitudes que salen a flote durante el acto de lectura. Son las reacciones naturales y primarias que tenemos hacia el texto y que, en muchos sentidos, determinan la relación que mantenemos con este. 


Sin embargo, lo anterior constituye solo la mitad del acto: la otra mitad es la "lectura eferente", que se refiere a la información que obtenemos de la lectura, ya sea de manera directa –como al leer un instructivo– o indirecta –como al interpretar algún símbolo o metáfora en un poema–. Ambas cosas se encuentran entrelazadas intrínsecamente mientras leemos, y forman lo que Rosenblatt llamó una “transacción”, la cual –en contraste con términos como “diálogo” o “interacción”– alude a un proceso complejo, donde no hay linealidad. Esto se debe a que constantemente creamos significados mediante la lectura. Lo importante aquí es que se trata de un proceso donde razón y emoción forman un todo1.


Cuando elegimos un libro tomamos en cuenta nuestras necesidades tanto emocionales como intelectuales, ya sea de manera consciente o inconsciente. Pero creo que es seguro afirmar que las necesidades emocionales suelen estar al frente. Desde una perspectiva del desarrollo, hay mucho que decir al respecto. Los adolescentes, por ejemplo, ciertamente no suelen leer mucho, pero lo poco que leen generalmente abarca los géneros de aventura, romance, fantasía, ficción histórica y ciencia ficción2. Esto se relaciona por completo con la etapa de vida por la que atraviesan, en la que intentan cimentar una identidad que sea coherente con las posibilidades que están desarrollando en ese momento y lo que se espera de ellos en la vida adulta, conflicto al que Erik Erikson llamó “identidad vs. confusión de roles” 3.


El desarrollo de una identidad y valores individuales que, a la vez, estén en consonancia con las necesidades reales de una comunidad es uno de los temas más comunes en la literatura juvenil (o Young Adult, como la llaman en inglés). Los héroes de este tipo de historias suelen ser figuras modelo en las que nos proyectamos con facilidad y que tienen el potencial de influir en la construcción del yo. Por cierto, esto es algo que ocurre desde la infancia hasta la edad adulta, pero es particularmente poderoso durante la adolescencia: en estas historias, hay una amenaza que, simbólicamente, afecta la regulación de la psique y el héroe debe tratar de restaurar una situación sana y consciente4. Así, en Los juegos del hambre, de Suzanne Collins, Katniss Everdeen enfrenta una sociedad autoritaria, esclavista y sádica que revela el lado más oscuro de la naturaleza humana, donde fácilmente podría perderse a sí misma, pero lucha de manera heroica por encontrar esperanza y autonomía, a la vez que descubre las complejidades de su mundo, de los individuos que lo dirigen y también de quienes se oponen a ellos. En Percy Jackson y los dioses del Olimpo, de Rick Riordan, el héroe titular debe descubrir su propio potencial tanto para la construcción como para la destrucción y, entre otras cosas, debe enfrentar la realidad de la muerte y dejar atrás las fantasías infantiles de inmortalidad.


¿Estos temas suenan simples? Por supuesto que no: si bien se trata de narraciones que utilizan estructuras y motivos convencionales –y hasta cierto punto predecibles–, lo cierto es que lidian con temas complejos, y desarrollarlos de forma convincente y efectiva en una obra de ficción no es una tarea sencilla. La popularidad de estas novelas se debe, precisamente, a que resuenan con los conflictos internos de sus lectores, quienes establecen fuertes vínculos de identificación con ellas.


Hago un paréntesis aquí solo para decir que si los cursos de preparatoria de español y literatura se diseñaran tomando en cuenta las necesidades internas de los adolescentes y el tipo de lecturas que suelen buscar, seguramente tendrían un mayor éxito. Por desgracia, la aproximación de muchos programas consiste en pedirle a los estudiantes que busquen significados objetivos en los textos y, a la vez, que analicen elementos formales como símbolos, tonos, puntos de vista y demás. Al hacer esto, tratan de montar a horcajadas la brecha entre análisis técnico y significado. Esto confunde a los estudiantes, pues el programa les pide hacer dos cosas que no guardan mucha relación entre sí2. Aún peor, no toman en cuenta sus reacciones emocionales. Si se les obliga a los estudiantes a que lean y analicen Edipo rey o La metamorfosis de esa manera tan torpe e insípida, ¿debería sorprendernos que odien la lectura de los clásicos o que pierdan el interés por la lectura?


Como sea, volvamos al tema principal de este artículo. Otra etiqueta que se les da a las obras populares y formularias es la de “literatura escapista”. Es un término curioso, puesto que, en realidad, toda literatura –y toda forma de arte, aunque cada una a su modo– es escapista. En otras palabras, involucrarnos con una narración, poema, película, etcétera, posibilita nuestro ingreso a una especie de “trance” donde nos sumergimos por completo en la experiencia estética. La diferencia, dicen algunos, está en la manera en que se usa el escapismo. Así, por ejemplo, Victor Nell distingue entre los lectores que buscan disminuir su consciencia y quienes buscan hacerla crecer; a los primeros los llama Tipo A y a los segundos, Tipo B5. Los Tipo A ven la lectura como una especie de droga que les ayuda a disminuir su ansiedad y evadir sus problemas, por lo que suelen leer de manera muy superficial. En cambio, los Tipo B utilizan ese “trance” e inmersión para profundizar en la lectura.


Ilustraciones: Jimena Pérez Ramos
Ilustraciones: Jimena Pérez Ramos

En mi opinión, esta distinción es un tanto simplona. Incluso si lo que uno quiere es solo salir de su realidad, los textos de romance, aventura, fantasía y demás pueden tener un efecto sano y positivo. De hecho, J. R. R. Tolkien –el gran maestro del escapismo– odiaba la desestimación hacia los lectores que eligen textos “escapistas”:


¿Por qué ha de despreciarse a la persona que, estando en prisión, intenta fugarse y regresar a casa? Y en caso de no lograrlo, ¿por qué ha de despreciársela si piensa y habla de otros temas que no sean carceleros y rejas? El mundo exterior no ha dejado de ser real porque el prisionero no puede verlo. Los críticos han elegido una palabra inapropiada cuando utilizan el término Evasión en la forma en que lo hacen; y lo que es peor, están confundiendo, y no siempre con buena voluntad, la Evasión del prisionero con la huida del desertor6.

Tolkien afirmaba que el final feliz de una historia –tan infantil como pueda parecer– es tan importante como la tragedia. No es que el final feliz, al que llamaba “eucatástrofe”, niegue la tristeza, el fracaso y el sufrimiento, sino que rechaza la derrota absoluta o final –“discatástrofe”–. Esto otorga gozo, consuelo y esperanza al lector, que desde una perspectiva terapéutica son muy importantes y tienen un gran valor: la instilación de esperanza es un factor absolutamente esencial en la labor de sanación interna.*


Si bien he mencionado textos de literatura juvenil para ejemplificar estos puntos, en realidad las lecturas escapistas pueden tener efectos importantes en personas de todas las edades. Joseph A. Appleyard mencionó ejemplos de “lectores pragmáticos”: adultos que seleccionan sus lecturas de acuerdo con sus necesidades emocionales particulares2. Muchas de estas personas –entre las cuales hay maestros de literatura– optan por textos escapistas, pero no lo hacen por mera frivolidad, como algunos suponen: son una ayuda correctiva para los vacíos que experimentan en sus vidas cotidianas. Después de todo, si uno está lidiando con un trabajo estresante, deudas y dramas familiares, lo último que querrá leer es una obra posmoderna con una estructura compleja, un tono pesimista y un final abierto. Eso solo hará que la vida se sienta tan intratable como los problemas que el texto presenta. En cambio, como argumenta Appleyard, las estructuras repetitivas de los textos escapistas proveen de un alivio al lector: pueden lograr que este profundice en los miedos y deseos que expresan las obras, así como en mejores soluciones; de cierto modo, preparan el camino hacia posibles cambios en el futuro.


La repetición –ya sea de temas, motivos o estructuras– es uno de los aspectos más criticados de las obras escapistas: dicen que son derivativas, poco originales y no muy inspiradas; sin embargo, nada de eso es necesariamente malo. Se trata, más bien, de una cuestión complicada.


Ciertamente, Sigmund Freud veía a la repetición como un mecanismo que alivia la ansiedad y que intenta regresarnos a un estado primordial de tensión nula, es decir, a la muerte7. Si bien la afirmación de que la repetición alivia la tensión es muy real, decir que su objetivo último es regresarnos a un estado de no existencia quizá sea una afirmación un poco extremista. No me atrevería a decir que Freud estaba del todo equivocado –en mi opinión, la pulsión de muerte es mucho más que un mito o metáfora–, pero definitivamente hay más que solo el deseo de no tensión en la evasión. Así, para el filósofo francés Gilles Deleuze, entre mayor es la repetición, mayor es la singularidad del fenómeno que se repite, pues lo singular se celebra a sí mismo repitiéndose una y otra vez8. Es decir, repetición no es lo mismo que reproducción: no es ningún eco, disolución o sombra del original, sino una magnificación de este. Por su parte, el psicólogo posjunguiano James Hillman afirmó que la repetición de las historias conlleva una poderosa fuerza vital9. Ese, dice, es el mensaje central de la historia de Scheherezade en Las mil y una noches. El sultán Shahriar decapitaba a todas sus esposas después de pasar la primera noche con ellas, pues tenía a las mujeres en el peor de los conceptos. Sin embargo, Scheherezade logró salvarse de la muerte al contarle historias fascinantes al sultán, noche tras noche. Cuando por fin se quedó sin historias, Shahriar había cambiado su opinión con respecto a las mujeres y descubrió que estaba enamorado de Scheherezade. Poco a poco, cuento tras cuento, ella reafirmó su propia vitalidad y le reveló una nueva realidad al sultán. 


No debemos evitar ni avergonzarnos de la literatura y el arte escapista. Si están hechos con convicción y ludismo, tienen mucho que aportar. Eso fue lo que le dije a Luciana cuando me confió su gusto por las novelas de Monster High. Después de todo, esas lecturas adolescentes eran lo que ella necesitaba en esa etapa particular de su vida, tanto como algunos de sus compañeros necesitaban a Montaigne y Balzac para comenzar a explorar y construir su nueva identidad como estudiantes de literatura. Hace poco más de un año (y como parte de mi proyecto doctoral) puse a mis alumnos de Letras a leer varias obras populares de ciencia ficción y fantasía: Sistemas críticos y Condición artificial, de Martha Wells; Los reyes de la tierra salvaje, de Nicholas Eames; y Legends & Lattes, de Travis Baldree. Al final, quienes sostenían prejuicios hacia textos de fantasía y ciencia ficción “escapista” se deshicieron de ellos y se sorprendieron de su complejidad y profundidad –sobre todo emocional–, pese a su lenguaje sencillo y uso de motivos y estructuras convencionales. Simpleza y utilización de fórmulas no necesariamente equivalen a superficialidad. Por otro lado, en un sentido personal, una obra escapista puede dejar una huella profunda en uno, tanto como una obra clásica, canónica o temática y formalmente complicada. Si descartamos géneros y obras solo basándonos en su popularidad o convencionalidad, nos empobrecemos demasiado.


 

Kurt Lester Benze Hinojosa

Egresado de la Licenciatura en Letras Hispánicas de la UANL. Obtuvo la Maestría en Humanidades y el Doctorado en Educación de la Universidad de Monterrey. Su principal línea de investigación consiste en explorar la dimensión emocional en la literatura y su aplicación en contextos educativos.

 

REFERENCIAS


1 Rosenblatt, L. M. (1978). The reader, the text, the poem. Southern Illinois University.

2 Appleyard, J. A. (1991). Becoming a reader: The experience of fiction from childhood to adulthood. Cambridge University Press.

3 Erikson, E. H. (1950). Childhood and society. W. W. Norton & Company.

4 Von Franz, M.-L. (1996). The interpretation of fairy tales: Revised edition. Shambhala.

5 Nell, V. (1988). Lost in a book: The psychology of reading for pleasure. Yale University Press.

6 Tolkien, J. R. R. (1994). Árbol y hoja y el poema Mitopoeia (J. C. Santoyo, J. M. Santamaría & L. Domènech, Trads.). Minotauro. (Obra original publicada en 1964). Pág. 71.

7 Freud, S. (2010). Psicología de las masas (3ª ed., L. López-Ballesteros y de Torres, Trad.). Alianza. (Obra original publicada en 1921).

8 Deleuze, G. (1995). Difference and repetition (P. Patton, Trad.). Columbia University Press. (Obra original publicada en 1968).

9 Hillman, J. (1999). The force of character and the lasting life. Random House.


* De hecho, que el texto sea capaz de proporcionar esperanza es un requisito para la selección de lecturas en grupos biblioterapéuticos, donde se usa a la lectura y la escritura como vehículos de autoexploración. Ver Hynes, A. M., & Hynes-Berry, M. (2012). Biblio/poetry therapy. The interactive process: A handbook (3a ed.). North Star Press.


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