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Dos Viajeros mexicanos en Monterrey del siglo XIX




Manuel Payno


Regularmente hay un concepto equivocado entre las personas que no han salido de su país natal respecto a la cultura, belleza y civilización de otros departamentos de la República. Estas ideas y la carencia de comunicaciones rápidas y frecuentes de un punto a otro, hacen que suela observarse en los departamentos cierta especie de provincialismo, conveniente si llega a determinado límite; pero perjudicial cuando excede de él y ocasiona que los individuos vean todo lo que no es de su país con cierta indiferencia y, puede decirse, aversión y encono.


En cuanto a nosotros, exentos por fortuna de este influjo, pues en México no existe tal preocupación, hemos procurado presentar en nuestro periódico una serie de artículos con el nombre de Panorama que den idea de las bellezas de otros pueblos del interior, convencidos que si tal vez no tan bien escritos como fuera de desearse, al menos manifiesten terminantemente los deseos que tenemos de conciliarnos las simpatías de nuestros numerosos y benévolos suscriptores foráneos.


Una de las ciudades más pintorescas y acaso no conocida bastantemente es la de Monterrey, capital del departamento de Nuevo León, bien que todo este terreno puede sin exageración llamarse un jardín. Monterrey está situado en un pequeño valle al pie de las últimas montañas de la Sierra Madre, dista de la capital de la República como doscientas cuarenta leguas, y los puertos de Tampico y Matamoros poco más de cien leguas.


El plan de la ciudad es bastante regular: los edificios si bien de esa clase de arquitectura sin belleza ni elegancia, son sólidos, de buena apariencia y cómodos en lo interior: las calles son rectas, con sus respectivas banquetas, empedrados y alumbrado en las noches, y la catedral es un templo semejante a nuestras celebradas iglesias de Santo Domingo o San Agustín.


Pero lo que hace que tal población sea extremadamente bella es su situación al pie de dos cerros elevadísimos, el de La Silla y el de La Mitra.


El primero, cuyo nombre le viene sin duda de la perfecta semejanza que tiene la figura de su cima con un fuste de silla, es de una altura prodigiosa y tiene una hermosura y un encanto indefinibles. Tan lleno de verdor, tan majestuoso, dibujándose en el azul del firmamento: he visto multitud de cerros y de montañas, pero nunca había contemplado otro tan lleno de belleza como el Cerro de la Silla de Monterrey; parece el protector de la ciudad y el confidente de los astros.


Por las mañanas, el sol le envía sus primeros fulgores y lo tiñe de púrpura; por las tardes, reclina un momento sobre él y sacude su cabellera de oro en su cima llena de flores y arbustos, y en las noches se ve el último picacho al parecer clavada a la luna blanca y hermosa como una perla o el lucero vespertino arrojando sus pálidos y temblorosos fulgores. El otro cerro tiene, aunque imperfectamente, la figura de una mitra, y también por ese motivo le han llamado así; pero ni su situación ni su figura, ni su fertilidad, igualan a la del antecedente.


El cerro solo, como va expresado, haría de Monterrey uno de los sitios más bonitos de la República; pero aún tiene otros extremadamente pintorescos, tales como el ojo de agua; el puente de la Purísima y el bosque de Santo Domingo. El primero es un manantial de agua clarísima, situado en un extremo de la ciudad y rodeado de árboles, de plantas y de flores, pero que crecen con tal exuberancia y fertilidad que casi se entretejen y enlazan una con otras, formando materialmente una alfombra de flores y un toldo de verdura. En este ojo de agua, hay unas clases de pescado bastante buenos y sobre todo un excelente camarón, de un tamaño extraordinario que no lo había yo visto, ni aun en las lagunas de las orillas del mar.


El puente de la Purísima está construido en el río que se forma, según creo, con las vertientes del ojo de agua, para comunicar una parte de la ciudad con otra donde se están edificando muchas casas y se comenzó a levantar una nueva catedral. A la izquierda del puente hay una calle formada de preciosas casitas y de huertas, sombreadas por unos álamos, y este punto es el del paseo en los días festivos.


Acaso se figurarán los que lean esto que ninguna belleza debe de tener un paseo semejante; por el contrario, la vista de la campiña verde y frondosa terminada por el Cerro de la Silla y la dulzura que se experimenta al ver deslizarse las aguas del río, diáfanas y cristalinas por entre multitud de árboles y plantas silvestres, y el ambiente tan puro que se respira, hacen que este paseo formado más por la mano de la naturaleza que por la del hombre, sea uno de los más gratos que puedan concebirse.


El clima de Monterrey es extremoso y en tiempo de otoño el calor es a veces más sofocante que en la costa, habiendo además la circunstancia de que caen fuertes chubascos acompañados de multitud de rayos. Por lo demás es bastante sano, y los mosquitos y animales ponzoñosos no son abundantes.


Concluiré este artículo diciendo una palabra sobre los habitantes. Salvo algunas afecciones pronunciadas de provincialismo, es la clase de gente mejor que yo he conocido: amables y hospitalarios, no desdicen del carácter mexicano, habiendo además la ventaja de encontrar particularmente entre las mujeres una sencillez y un candor y modestia apreciabilísimos. Si Monterrey estuviera completamente libre de la terrible plaga de los indios bárbaros, que en tiempo de invierno suelen cometer sus depredaciones en las cercanías, sin duda que progresaría mucho y sería uno de los más deliciosos países para pasar una vida quieta y tranquila.




Monterrey, 1875

Ignacio Martínez



Monterrey es la población en la que pasé mi infancia y parte de mi juventud; ciudad ilustrada y bella, con cosa de cuarenta mil habitantes, tiene inmediato hacia el oriente el bellísimo Cerro de la Silla, al poniente el majestuoso Cerro de la Mitra, al sur una cadena de lomas sobre cuyas verdosas, pintorescas cimas se divisan confundiéndose con el cielo las escarpadas y azules cúspides de la Sierra Madre, y al norte hay un extenso llano donde el horizonte es dilatadísimo.


Con calles rectas bien empedradas, aceras preciosamente macadamizadas, plaza de armas embellecida con un bonito jardín y una soberbia fuente de blanco mármol, ostentosa catedral y otros cuatro templos de más o menos importancia, Palacio de Gobierno, Obispado, buen hospital y un edificio en construcción destinado para Colegio Civil, es la población de más importancia en esta parte de la República y se le llama con razón la capital de la frontera.


La gente, bien moralizada, es amable, bondadosa, consagrada siempre al trabajo y con gran afecto al estudio. Grandes vacíos causados por la muerte de amigos y personas conocidas, encontré tras mi prolongada ausencia y cambios de fortuna que contristan mi ánimo: familias que dejé en la opulencia, comerciantes dueños de respetables establecimientos, los hallo ahora arruinados y presa de la más espantosa miseria: el lujo y las exigencias sociales que han invadido algo de esta ciudad, son la causa principal: después están la revolución y las tiranías de gobierno.


Conversaba una noche con un amigo preguntándole por varias de las familias conocidas y amigas mías en otro tiempo, y al hablarle de una joven que había dejado recién casadas y que era una de las reinas de la hermosura y de la elegancia cuando salí de esta población, me contestó señalando la reja de la ventana: «Por aquí acaba de pasar, toda desaliñada y cargando un niño; sin duda va a el mercado a comprar algo; su marido se entregó a la embriaguez y cayó en completa ruina». «Ella puso una pequeña escuela en los suburbios de la población, y cargada de hijos vive en la miseria; pues varias familias que al principio la socorrían, ahora se abstienen de hacerlo, porque el marido le quita los pocos recursos que llegan a sus manos, para embriagarse».


¡Qué desconsolador es ver estos tristes cambios de fortuna no sólo en los amigos sino en las personas conocidas! Y cosa bien extraña, jóvenes que pasaban y pasan aún por alocados, cuya conducta irregular, caprichosa y casi aturdida los abona poco, no sólo han conservado sus pequeños intereses, sino que los han aumentado. No hay duda que el don de la adquisividad y de la conservación es en gran parte independiente de la prudencia y del buen juicio.


La temperatura en Monterrey es cálida como la de Matamoros, con la diferencia de que los cambios no son bruscos, y de que en la noche no se disfruta de la brisa que tanto refresca aquel puerto.


En cambio, las personas pueden dormir a cielo descubierto sin temor al relente de la noche, que en Matamoros es abundante y peligroso; durante el día se hace sentir menos el calor porque las habitaciones son altas y con paredes bien espesas.


En el puerto de Matamoros, al contrario, las paredes de las casas, ya de ladrillo o madera, son muy delgadas, de modo que el calor del sol las traspasa fácilmente, y los techos además de bajos están formados de una lámina de zinc; así es que a las cuantas horas de alumbrar el sol, las habitaciones son verdaderos hornos.


Monterrey tiene la gran fortuna de ser la residencia del doctor José Eleuterio González, a quien por cariño todo el pueblo llama Gonzalitos, que aunque nacido en el estado de Jalisco, desde muy joven habita en esta ciudad. Hombre ilustradísimo, no sólo en medicina sino en casi todos los ramos de la ciencia, de una memoria enciclopédica, y de un corazón altamente humanitario, es el mentor de la juventud estudiosa de esta frontera; y haciendo de su profesión y de la ciencia un sacerdocio, ha sacrificado su reposo y su vida toda, al alivio de los pacientes y al bien de sus semejantes: ha ocupado los más altos puestos en el estado de Nuevo León, y débense a su pluma obras de gran mérito sobre diversos asuntos. El doctor José Eleuterio González es una de nuestras más puras y veneradas glorias nacionales.




Monterrey, 1883

Ignacio Martínez



Frente al pueblo de Villaldama, las montañas forman un valle, y la vegetación se compone de palma, phoenix dactylífera, mezquite, algarrobia glandulosa, lechuguilla, sonchus oleraceus, y maguey, agave americana. Los cerros se acercan luego y forman el Puerto de la Gacha, muy famoso por el frecuente paso, no ha muchos años, de los indios salvajes, y en el que el palar es muy tupido y hermoso.


Pasado el Puerto, los cerros de la izquierda, u oriente, se van alejando y disminuyendo de tamaño, y los de la derecha van a unirse con el Cerro de la Mitra, que está al poniente de Monterrey. Se deja el pueblo de Salinas a la derecha y se llega pronto a Monterrey, capital del estado de Nuevo León.


En la estación del ferrocarril, a donde llegamos a las seis de la tarde, había mucha gente. La novedad del tren, que ha pocos días comenzó a correr, hace que, tanto aquí como en las demás estaciones, se presenten las familias vestidas de limpio y compuestas a la orilla del camino a ver pasar la silbante máquina y los vagones.


Me llamó la atención que ya inmediato a Monterrey entran algunos agentes repartiendo tarjetas con anuncios de hotel en inglés, y ver en la ciudad varios letreros de casas de comercio escritos también en el idioma de Shakespeare. Cuando en son de conquista ocuparon los franceses estos lugares, nunca se vieron rótulos en francés: ¿seremos ahora menos patriotas?


Llegué a esta ciudad en la Semana Mayor, así es que la más de la gente se ocupaba de rezos o asuntos de iglesia. La población ha aumentado en siete años que dejé de verla: cuenta con 5 kilómetros cuadrados de edificios y con 40 mil habitantes. Se quejan del alto precio de las cosas que hace cada vez la vida más difícil.


Tres días que permanecí en Monterrey fueron de visitas de mis amigos y parientes, entre los que he hallado grandes vacíos, causados por la muerte. Teniendo una hermana casada en esa ciudad, que a mi visita se animó a ir conmigo a Pachuca a visitar el resto de la familia, tuve que seguir mi viaje, ya cuidando de una señora, a lo que estoy poco acostumbrado.


El camino de Monterrey a Saltillo (108 kilómetros) lo hicimos en diligencia, y ¡qué camino! Está verdaderamente intransitable. La circunstancia de que se está construyendo la vía férrea entre estas dos ciudades ha hecho que el gobierno desatienda por completo el camino carretero. La diligencia en que caminábamos daba tumbos, que son para ser sentidos y no para ser descritos; y en varias partes era preciso echar pie a tierra por el inminente peligro de que se volcase el vehículo.


El señor Jesús Sánchez, comerciante, y el joven estudiante Manuel Gómez, ambos de Saltillo, nos hicieron con su conversación menos molesto el camino. Salidos a las cuatro de la mañana, pasamos temprano por el pueblito de Santa Catarina, y almorzamos en la Rinconada.


Los elevados y pintorescos cerros, que en todo el camino se ven a derecha e izquierda, los hermosos sembrados de trigo y cebada, los plantíos de magueyes, así como las pequeñas corrientes de agua cristalina que los atraviesan, presentan a la vista del viajero, a cada momento, paisajes encantadores. Pasamos a las tres de la tarde por el pueblo de Ramos Arizpe, y a las cinco llegamos al Saltillo (100 kilómetros), cuyas calles estaban llenas de gente por ser Viernes Santo.




Texto tomado del libro Dos viajeros mexicanos en Monterrey del siglo XIX (2012) de Manuel Payno e Ignacio Martínez, publicado por la Editorial An.alfa.beta - https://editorialanalfabeta.com/


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