Por: Bárbara Martínez Cairo
La democracia se ha posicionado como el sistema político por excelencia. Representa la única forma legítima de hacer política en el imaginario occidental y moderno. Y esto ocurre, justamente, porque en un mundo que sabemos plural y diverso, qué mejor opción que la que provee una amplia gama de mecanismos de participación y representación, distribuyendo el poder entre todas las personas.
El problema es la gran diferencia entre la teoría y la práctica. En ambos casos tiene tanto aciertos como áreas de oportunidad. En su versión teórica, la democracia ha sido criticada desde el posestructuralismo, poscolonialismo, y decolonialismo por su incapacidad para desafiar y transformar las estructuras de poder, por la falta de inclusión y reconocimiento de las comunidades marginadas y subalternas y, en general, por tratarse de una visión de excepcionalismo europeo que no reconoce los saberes y alternativas concebidos por otros grupos sociales.
Su implementación ha arrojado resultados cuestionables, especialmente en América Latina, en donde la corrupción institucionalizada, la concentración de poder y recursos en manos de élites y la adopción de políticas económicas neoliberales se han agudizado en un contexto político democrático. Aunque el neoliberalismo no forma parte de las concepciones académicas de la democracia, su implementación se ha extendido en regímenes con esta bandera[1].
Cuando reconocemos las fallas de los sistemas democráticos contemporáneos, puede que nuestro tren de pensamiento se transporte rápidamente a un espacio de resignación. Por lo menos en mi caso, y un poco en contra de mi voluntad, mi cerebro se va diligente hacia aquella frase de Churchill: “La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”. ¿Será? Yo creo que a Churchill le faltó cuestionar un poco su visión eurocéntrica, colonial, capitalista y patriarcal del mundo.
Para que gocemos de todas las bondades que promete la democracia, es necesario contar con condiciones de igualdad[2], por lo menos de acuerdo con sus postulados teóricos. Aunque en la mayoría de los Estados que se dicen democráticos, como México, hay igualdad de jure, eso pocas veces se traduce en igualdad de facto. Vivimos en sociedades sumamente desiguales y asimétricas, en las que además estas últimas características se han exacerbado profundamente en las últimas décadas. Esto conlleva que los triunfos democráticos no se traduzcan en el goce efectivo de derechos para la mayoría de las personas[1].
Para que gocemos de todas las bondades que promete la democracia, es necesario contar con condiciones de igualdad, por lo menos de acuerdo con sus postulados teóricos.
Así, la democracia termina siendo una arena política en la que participa un grupo selecto. Participar deja de ser la norma y se vuelve un privilegio. En este contexto cobra relevancia hablar sobre el concepto de ciudadanía: ¿quiénes sí tienen el privilegio de ser, no solo personas, sino también ciudadanas?, ¿qué pasa con los migrantes, niños, niñas, adolescentes, con los que tienen movilidad reducida y con las personas privadas de la libertad? La ciudadanía en México está condicionada y restringida por la protección de los intereses oligárquicos de quienes, históricamente y desde el Estado, han creado legislaciones que limitan la capacidad de ejercicio de nuestros derechos político-electorales.
Por lo tanto, la ciudadanía, entendida como el vehículo principal de la participación política en un sistema democrático, termina siendo una categoría excluyente[3]. Eso me lleva a pensar en un grupo poblacional específico. ¿Qué tanto forman parte de la vida democrática del país las personas privadas de la libertad?
Política criminal como herramienta antidemocrática
La política criminal de un país se entiende como la respuesta del Estado para prevenir, investigar, perseguir, sancionar y ejecutar las penas impuestas ante conductas delictivas[4]. En teoría debe ser amplia, compleja e integral y, por lo tanto, representar esfuerzos diversos y coordinados entre los tres poderes y órdenes de gobierno.
Llama la atención que la política criminal no cambie mucho entre regímenes autoritarios y sociedades democráticas. En Latinoamérica, por ejemplo, ha habido una tendencia punitiva desde los ochenta en el periodo postdictatorial, con un aumento progresivo en el catálogo de delitos y con el endurecimiento de las penas en los marcos normativos[5]. Esto, en pocas palabras, se traduce en más personas a la cárcel y más años de sentencia.
Paradójicamente, esto lleva a índices de criminalidad más altos, lo que a su vez ocasiona una respuesta aún más dura del Estado, terminando en una espiral de violencia[6]. Esto es un ejemplo del famoso populismo punitivo y los discursos de mano dura que prometen mejoras sociales a partir del endurecimiento de las sanciones y la tipificación de nuevos delitos. Sin embargo, la evidencia ha demostrado todo lo contrario: no hay un lugar en el mundo en donde el aumento de las penas sea un remedio efectivo y duradero para reducir índices de criminalidad[7].
De esta manera, se vuelve paradójico que los gobiernos recurran e instrumentalicen la misma narrativa de la democracia, sobre todo del Estado de derecho, para justificar lo que terminan siendo acciones antidemocráticas: su política criminal.
En México, la gran y prometedora reforma del Sistema de Justicia Penal del 2008 tampoco fue la solución que se esperaba ni ha logrado los cambios radicales que se proyectaron en el proceso legislativo. Si bien ha habido mejoras y avances, es un hecho que el sistema de justicia está saturado y desbordado[8]. La política criminal sigue siendo sinónimo de justicia penal. Todo se quiere arreglar de forma reactiva y represiva, castigando sin atender las causas.
El último Censo del Inegi fortalece este argumento al presentar que el 50.2 % de la población privada de la libertad se encuentra en prisión preventiva oficiosa y 23.9 % en prisión preventiva justificada[9].
Está pendiente tener autoridades interesadas realmente en el bienestar social. El escaso interés que se puede presentar no trasciende a los objetivos electorales. Como las políticas necesarias para conseguir esto no tienen resultados a corto plazo y no son atractivas electoralmente, los políticos tienden a optar por políticas punitivas que no atienden, por más que lo digan discursivamente, la raíz y la causa de muchos fenómenos delictivos. El derecho penal termina siendo una estrategia electoral y una herramienta de control social.
En este contexto cobra relevancia hablar sobre el concepto de ciudadanía: ¿quiénes sí tienen el privilegio de ser, no solo personas, sino también ciudadanas?
Seguir por ese camino, sin embargo, tiene un costo muy alto para los pocos –o nulos– beneficios que genera. Y los costos son tanto humanos como económicos. Apostar a la privación de la libertad como una solución para problemas que tienen que ver con bienestar social es como construir más carriles para carros con el fin de solucionar el problema del transporte público y movilidad en una ciudad.
Junto con los medios y la industria cultural, el populismo punitivo ha reforzado una caricatura del criminal. El imaginario moderno y occidental plantea una dicotomía (como de costumbre) en el que divide buenos-malos, ciudadanos-delincuentes, civilizados-incivilizados, nosotrxs-ellxs. Esta caricatura de la criminalidad es, además, racista y clasista, ya que suele estar acompañada de estereotipos, prejuicios y mitos, como el discurso “echeleganista” de que todo mundo puede salir adelante si trabaja lo suficiente.
Decía Hassemer, tomando una postura controversial, que incluso nuestro miedo es instrumentalizado por los medios de comunicación y por la clase política[10]. No solo alimentan una sensación generalizada de inseguridad, también señalan un culpable de forma clara y contundente: “los delincuentes”, ”la delincuencia”, “el crimen organizado”, “el narco”, “los malandros”, “los malitos”. Nombrar una masa amorfa y homogénea, muy difusa y a la vez muy distante del nosotrxs.
Las prisiones, entonces, nos dan una falsa noción de seguridad que responde a la idea dicotómica del crimen.
Tomando prestados conceptos de la sociología urbana, las prisiones se pueden entender como un espacio de marginación en donde se encapsula y amplifica la ya existente segregación y desigualdad de nuestras ciudades. Se vuelven símbolos físicos de la marginalidad, marcando los límites de la sociedad donde aquellos considerados "indeseables" son relegados y apartados de la comunidad. Dentro de ellas, las condiciones de vida refuerzan la exclusión experimentada previamente, convirtiendo la prisión en un ciclo de marginación que afecta a individuos, familias y comunidades[11].
Las prisiones, entonces, nos dan una falsa noción de seguridad que responde a la idea dicotómica del crimen. Sentimos que estamos seguros porque los “malos” ya están lejos, en donde no los podemos ver.
Un nuevo paradigma
De un total de 226116 personas en prisión en México, 88172 no tienen sentencia o medida cautelar de internamiento preventivo y 23653 tienen sentencia no definitiva[9] y las mujeres son la población más afectada en cuanto a la falta de sentencia, ya que representan la proporción del 49.3 %, mientras que los hombres el 38.4 %.
Hay personas que están en prisión por no poder pagar una reparación de daños de 300 pesos. Además, 70 % de quienes están en prisión sólo tiene educación básica, trunca en muchas ocasiones[12].
En Nuevo León, el 41 % de las personas privadas de la libertad tiene una sentencia de entre 0 a 5 años[12], lo que habla de que casi la mitad de la población privada de la libertad no cometió un delito grave. Esto también significa que delitos de esta índole están saturando no solo los centros penitenciarios, sino también las fiscalías y los juzgados. Por eso la importancia de contar con una política de persecución penal que parta de una priorización estratégica.
Si queremos hacer efectiva la democracia y que la igualdad no sea solo un principio abstracto, podemos empezar por involucrar en la conversación a aquellas personas que olvidamos, o que intentamos olvidar. Aquellas que no configuran un rol activo y visible en la vida democrática de nuestro país.
Para eso es indispensable cubrir las necesidades materiales de las personas. Cerrar brechas de desigualdad con políticas públicas que prioricen la justicia social y el bienestar de las comunidades y de los grupos violentados históricamente.
También, si queremos instrumentalizar la democracia y vivirla en la práctica, hacen falta herramientas para gestionar y desescalar el conflicto, entendiendo que el disenso y el desencuentro son naturales y deseables en sociedades democráticas[13]. Por lo pronto, se puede promover el uso de la justicia alternativa y los MASC[14], un recurso que ya tenemos y que no se aprovecha lo suficiente. Las salidas alternas logran evitar que los conflictos se criminalicen, reducen la intervención del Estado y por lo tanto, la violencia institucional que trae consigo, además de que fortalecen el sentido comunitario y restituyen capacidades autogestivas[15].
Para lograr esto hay una serie de retos técnicos: capacitar a las autoridades, aprovechar herramientas tecnológicas y digitales, destrabar cuestiones normativas y operativas. Pero sobre todo, está el reto social: transformar la visión hegemónica de la justicia. Transitar de las pautas occidentales, que son individualistas, punitivas y utilitarias, a una propuesta alternativa en la que prime lo colectivo, la responsabilidad compartida, la ayuda mutua, la compasión.
Creo que se ha dicho bastante, pero prefiero ser reiterativa. El primer paso es revisarnos, cuestionarnos, repensarnos y reimaginarnos tanto en lo individual como en lo colectivo. ¿Quiénes son los buenos y quiénes son los malos? La experiencia humana es demasiado compleja como para dar una respuesta sencilla.
Bárbara Martínez Cairo
Licenciada en Relaciones Internacionales por la Universidad de Monterrey; líder de Incidencia en "Cómo Vamos, Nuevo León"; integrante del colectivo "El Futuro Florece".
REFERENCIAS Y NOTAS
1 Magaloni, A. (2021). Democracia y derechos humanos. Instituto Nacional Electoral.
2 Young, I. (2002). Inclusion and Democracy. Oxford University Press eBooks.
3 Balibar, É. (2015). Citizenship. John Wiley & Sons.
4 Baratta, A. (1997). Política criminal: Entre la política de seguridad y la política social. Editorial Siglo XXI.
5 Larrandart, L. (2006). Política criminal y Estado de Derecho. Capítulo Criminológico, 34(2), 161-200.
6 Garland, D. (2005). La cultura del control. Gedisa.
7 Larrandart, L. (2006). Política criminal y Estado de Derecho. Capítulo Criminológico, 34(2), 161-200.
8 Magaloni, A. (2021). Democracia y derechos humanos. Instituto Nacional Electoral.
9 Inegi. (2023). Censo Nacional de Sistema Penitenciario Federal y Estatales 2023. https://www.inegi.org.mx/contenidos/programas/cnspef/2023/doc/cnsipef_2023_resultados.pdf
10 Hassemer, W. (2002). Crítica al derecho penal de hoy. Universidad Externado.
11 Wacquant, L. (2001). Las cárceles de la miseria. Alianza Editorial S. A.
12 Institución Renace. (2020). Encuesta representativa a personas privadas de la libertad en Nuevo León.
13 Young, I. (2002). Inclusion and Democracy. Oxford University Press eBooks.
14 Los Mecanismos Alternos para la Solución de Conflictos son los procedimientos para resolver un conflicto fuera de la justicia tradicional, como la conciliación, mediación o negociación, en los que las partes llegan a acuerdos con o sin la intervención de un tercero imparcial.
15 Centro de Estudios Legales y Sociales. (2004). Políticas de seguridad ciudadana y justicia penal: Temas para pensar la crisis. Siglo XXI Editores.