Por: Juan Manuel González Fernández
Desde muy chico fui presa de una fascinación por las ruinas arqueológicas mexicanas. Poco recuerdo de cuando me llevaron a la pirámide de Cholula más allá de los vendedores ambulantes, las multitudes y el sorprendente dato de que esa iglesia estaba construida sobre un cerro que en realidad era una pirámide. Desde entonces, me fue imposible observar los cerros y pensar si debajo había una pirámide Mi interés también era un poco esotérico y fantástico. A los siete años, ya era un ávido lector de mitología, ciencia ficción, relatos sobre el triángulo de las Bermudas, la saga de Lobsang Rampa y todas las enciclopedias ilustradas del mundo antiguo que estaban en casa de mis abuelos. En mi cabeza, de alguna manera, todo eso estaba conectado. Así, un sábado por la noche, mientras veíamos televisión y tras un comercial de Banca Serfín que iniciaba con una toma aérea del sitio de Uxmal, le pregunté a mi papá: “¿Cuándo me vas a llevar a Teotihuacán?”, a lo que me respondió con toda certeza: “Un día de estos”. Pero el día no llegó, no ha llegado y quizá no llegue.
Sin embargo, hoy puedo tener una memoria de cuando estuve allí, en el fresco de un diciembre, durante la mañana de un lunes, arriba de un cerro con las pirámides de fondo, sonriendo con mi papá para la cámara que preservaría el momento por siempre. Recuerdo que el sol picaba y que en el camino me tomé un Boing de mango que hace eco de las ruinas en su tetrapack piramidal. Y en la foto no sale, pero mi papá subió la pirámide fumándose un Raleigh. Hoy puedo tener esta memoria, porque tengo la foto, que existe gracias a la inteligencia artificial generativa y a la edición digital de imágenes. Escribí un prompt, realicé algunos clicks, y ahora mis recuerdos tienen sustento.
En 2024 las memorias pueden ser lo que queramos que hayan sido y las “fotografías” están a nuestra disposición para comprobarlo. Porque aún cuando las imágenes fotográficas están en crisis, perdidas como en la casa de los espejos de La dama de Shanghai, donde ya no podemos saber cuál es la imagen real y cuál solamente su desdoblamiento, su peso para anclar la memoria se resiste a desvanecer.
Podemos suponer que la fotografía es una evolución de la palabra y de la escritura, de la arquitectura y de todas las formas de arte y registro de nuestras ideas, hazañas o recetas de cocina. Una herramienta necesaria para el registro continuo de todo aquello que no tenemos la capacidad de recordar, de todo lo que aún cuando lo recordemos tenemos que impedir que desaparezca con la muerte. Así, por siglos, hemos dejado testimonio de nuestra memoria histórica, personal y colectiva, aferrados a un sentido de trascendencia, de que lo que hacemos y pensamos como individuos, familias o masas, es importante de preservar.
La fotografía se convirtió en los últimos 200 años en el medio más confiable en la historia de la humanidad para preservar nuestra memoria visual. Si la cámara lo había captado, había sucedido. Tan recientemente como en 1990, Philippe Dubois hablaba de que la fotografía “no puede mentir” y es una “suerte de prueba, necesaria y suficiente a la vez, que indudablemente atestigua de la existencia de lo que muestra”[1]. Me recuerda al asombro de Barthes cuando habla de que al ver la fotografía de Jerónimo, hermano de Napoleón, se dijo a sí mismo: “veo a los ojos que han visto al Emperador”[2]. Esto ha sido constituye el noema de la fotografía para Barthes. Es “una emanación de lo real en el pasado”[2]. Su poder de hacer tangible lo real y fijar lo transitorio, es lo que identifica como su “fuerza constativa”[2].
Así, en principio, una fotografía conserva algo que estuvo frente a la cámara y de lo cual elegimos un instante, un fragmento de tiempo, para preservarlo. No importa si nuestra imagen capturó una milésima de segundo cuando el futbolista golpeó la pelota con su cabeza, si es una fotografía de Hiroshi Sugimoto que capturó una película completa en una única larga exposición o si la imagen es una solarigrafía que registró el tránsito del sol por el cielo durante un año. En el gran esquema del tiempo, las tres son fragmentos de tiempo y realidad.
Sostener una fotografía en las manos es como viajar en el tiempo. En algún momento, alguien presionó el disparador de la cámara y hoy podemos ver lo que entonces estuvo frente a ella. Berger, en la fundamental apertura de Modos de Ver, caracteriza a la imagen como “una apariencia, o conjunto de apariencias, que ha sido separada del lugar y el instante en el que apareció por primera vez y preservada por unos momentos o unos siglos”[3]. De tal modo, la foto se transforma en una herramienta de la memoria que selecciona, separa y preserva aquello que hemos tenido ante nosotros.
Las intersecciones entre la fotografía y la memoria son incalculables. La memoria, plástica, flexible y frágil, se podía anclar en imágenes que, de alguna manera, la fijaban en hechos de la realidad. La experiencia compartida de esta vivencia suele resultar plenamente familiar. ¿Cómo era la casa de los abuelos? ¡Mira, así era el puente que se llevó el río! ¡Qué gracioso eras de pequeño! Estas son algunas interjecciones que desatan las fotografías, especialmente aquellas que hace tiempo no veíamos. En ellas queda absolutamente demostrado el esto ha sido.
Por otro lado, las fotografías ayudaban a crear redes de memorias y recuerdos. El esto ha sido daba paso a esto también fue. Dubois relaciona al ars memoriae (arte de la memoria) propuesta por Cicerón, con la fotografía, la “máquina de la memoria”[1]. La foto, así, es una herramienta para recordar. Los breves relámpagos mnemónicos que tengo de mis primeras vacaciones en Acapulco sé que son reales porque existen fotografías –de otros momentos– que me dicen que efectivamente estuve ahí. Empero, la fotografía y la memoria se engañan mutuamente y no todo lo fotografiado nos desata recuerdos o la reminiscencia correcta, ni todos los recuerdos los podemos anclar con imágenes.
En 2024 las memorias pueden ser lo que queramos que hayan sido y las "fotografías" están a nuestra disposición para comprobarlo.
Por más de 150 años la fotografía sostuvo el estandarte de conservadora de lo real verdadero. Pero así como ella vino a desbancar a la pintura al óleo como guardiana de nuestra memoria visual, nuevas tecnologías pondrían en entredicho su esencia fundamental.
Desde finales del siglo XX la fuerza constativa de la fotografía se puso en duda. Berger y Sontag, entre muchos otros, hablaron primeramente de que la fotografía, aunque retrate lo que está ante la cámara, lo hace a través del filtro del fotógrafo. “Toda imagen encarna un modo de ver” dice Berger[3]. Sontag lo enfatiza: “Aún cuando a los fotógrafos les interese sobre todo reflejar la realidad, siguen acechados por los tácitos imperativos del gusto y la conciencia”[4]. Bourdieu, a principios de los años sesenta del siglo XX, admitía que si bien se pensaba que la fotografía era un hecho mecánico que reproducía la realidad, en verdad se pensaba eso “porque, fundamentalmente, la selección que opera en el mundo visible está absolutamente de acuerdo, en su lógica, con la representación del mundo que se impuso en Europa después del Quattrocento”[5]. De tal forma que había sospecha aún de la fotografía análoga, la que no era fácilmente trucada, sobre su fidelidad al mundo que representaba.
Pero lo que estaba ante la cámara, estaba. Una fotografía de un político en una situación escandalosa casi garantizaba el fin de su carrera. En la corte, las fotografías eran evidencias casi indiscutibles. No importa en qué medida estaba moldeada por la mirada renacentista, la fotografía daba testimonio.
Sin embargo, ese carácter de la fotografía como ancla de la realidad y la memoria ha sido cuestionada desde hace ya cuatro o cinco décadas. Primero, con la modificación de imágenes en software de edición digital como Photoshop (que ha llevado a múltiples descalificaciones en certámenes fotográficos y calumnias en los medios); luego, de forma más reciente, con la creación de deepfakes; y, en los últimos dos años, con el surgimiento y popularización de la creación de imágenes completas, indistinguibles de la fotografía, con IAG o Inteligencia Artificial Generativa.
Hace poco tiempo necesitaba una referencia visual para un proyecto audiovisual. Instintivamente abrí Google y lo googlee. Página tras página de imágenes generadas por inteligencia artificial se extendieron en el buscador. Me fue imposible encontrar una imagen que representase “lo real”, lo que había sido ante la cámara. Mi búsqueda infructuosa de dar con un referente me mandó en la dirección de Midjourney y un prompt bastante específico. Hubo que generar la realidad con inteligencia artificial.
Fred Ritchin introduce el concepto de la “fotografía digital cuántica”[6], al argumentar que la fotografía del futuro retratará un mundo que es tanto sólido como ilusorio. Así como en la física cuántica es imposible saber las propiedades de una partícula porque las tiene todas al mismo tiempo, en la fotografía digital cuántica, la realidad puede ser o no ser. Ahora entiendo que la imagen de mi padre y yo en Teotihuacán, es una imagen cuántica. Fontcuberta lo dice más claro: “Para la fotografía digital la verdad constituía una opción, ya no una obstinación”[7].
Aquí es preciso realizar un paréntesis para hablar de los trucajes fotográficos realizados por los maestros fotógrafos e impresores en la era analógica de la fotografía. Desde sus comienzos los fotógrafos descubrieron, quizá por error, que una imagen podía representar algo que en apariencia no estuvo presente en el momento de la captura fotográfica. Así, un fantasma podía aparecer si se retrataba a través de un cristal que reflejaba a una persona fuera de cuadro, o se podía utilizar una doble impresión para que apareciera claramente en la imagen. También los grandes impresores eran capaces de enmascarar secciones de una fotografía para imprimir distintos negativos y hacer parecer que algo o alguien estuvo en un sitio donde nunca estuvo. Así se creaban falsos registros de lo que aparentemente fue. Sin embargo, el salto al que se refieren Richtin y Fontcuberta es conceptual. En el pasado analógico de la foto, el entender colectivo de la foto era justo el que apunta Barthes: esto ha sido. En el presente de la fotografía cuántica o la postfotografía, el noema de la imagen –aparentemente fotográfica– es más bien esto quizás fue.
Fontcuberta no se limita a hablar de la transición de la fotografía análoga a la digital. Para él, la transición del objeto físico al objeto digital que habita en Internet, las redes sociales y los teléfonos móviles es fundamental en este proceso de transición a la “postfotografía”, la cual ya no está “ligada a la verdad y a la memoria” sino que “quiebra” sus vínculos ontológicos, sociológicos y “desplaza los territorios tradicionales de los usos fotográficos”[7]. Sin embargo, nos advierte que tengamos cuidado porque “nos obcecamos en observar por el retrovisor lo que dejamos atrás, pero nos desentendemos de lo que aparece delante”[7].
Al día de hoy tengo 74 mil 533 fotografías en mi carrete del smartphone. Más memorias de las que puedo recordar. De ahí la genial idea de los programadores de software de ofrecerme esporádicamente mis “recuerdos” hilando fotografías por fecha, sitio, tema o incluso la hora del día. Nunca antes habíamos generado tanta información y registros que hubiese sido imperante encontrar una nueva forma de almacenarlos, convirtiéndolos en dígitos y resguardándolos en memorias electrónicas. Es en los gigantescos centros de datos en los que vive “la nube” donde se almacena la postfotografía y se crean las imágenes por IA. Son el universo entero de la nueva dinámica entre la imagen y la memoria.
Las fotografías ayudaban a crear redes de memorias y recuerdos. El esto ha sido daba paso a esto también fue.
Gran parte de nuestro mundo está, de hecho, ya preservado para la memoria a través de continuos escaneos del entorno que realizan las cámaras de seguridad y las plataformas de mapeo. Google Street View, desde 2007, registra repetidamente las ciudades y carreteras. Al seleccionar la fecha, podemos visitar un edificio ahora demolido, o podemos regresar a un parque que ahora es un centro comercial. Continuamos con el obsesivo registro de nuestro mundo, más memoria cada día.
Pero el tiempo que habitamos se enfrenta, en contradicción, con la memoria. Por una parte, jamás en la educación se le había desdeñado de tal forma. Hoy la memorización se considera inútil e innecesaria, sin fruto para la formación del estudiante a quien se le piden operaciones de mayor jerarquía con el conocimiento. Tampoco en la vida cotidiana se necesita más la memoria. Los números telefónicos y las direcciones de parientes y amigos, así como todo el conocimiento de la humanidad, se encuentran siempre disponibles en la palma de la mano a través de nuestros dispositivos móviles. Ya no hace falta recordar nada porque podemos buscarlo en Internet. Por otra parte, la preocupación por preservar la memoria colectiva y cuidar la personal se ha convertido en una prioridad social y médica. Pero, ¿será que acaso, en algún escenario futuro, completaremos la transición de una memoria individual a una memoria colectiva? ¿Será posible que, a través de un implante conectado a nuestro cerebro, nos hagamos parte de una gran mente colmena que comparta todas sus imágenes y todas sus memorias?
El futuro no es asible, sino una red de posibilidades anclada en el presente y en el pasado, pero estoy convencido de que como humanos mantendremos nuestra relación esencial con las imágenes. Seguro de que convivirán las imágenes de realidad contundente con las imágenes de fantasía realista. También de que reconoceremos, la mayor parte de las veces, la diferencia.
Sin embargo, todos estos esfuerzos por preservar la memoria, de los cuales la fotografía es puntera, resultarán a largo plazo inútiles. Hoy resulta difícil imaginar un escenario donde no desaparece todo lo creado por la humanidad a lo largo de su habitación del planeta tierra o cualquier otro que logremos conquistar. Al final, nuestra existencia no será más que un parpadeo en la infinita duración del universo. En un futuro helado y oscuro, dentro de más tiempo del que nadie podemos imaginar, nuestra memoria se habrá desvanecido a voluntad de la entropía, y no habrá importado cuántos medios y formas hayamos podido inventar para preservarla, todo será olvidado. No habrá fotografía que lo pueda capturar.
Juan Manuel González Fernández
Licenciado en Ciencias de la Información y Comunicación por la Universidad de Monterrey, Master of Fine Arts in Film por el Art Center College of Design (Becario Fulbright) y doctor en Estudios Humanísticos por el ITESM. Actualmente se desempeña como Director del Departamento de Ciencias de la Información en la UDEM.
REFERENCIAS
1 Dubois, P. (2008). El acto fotográfico y otros ensayos. (V. Goldstein, trad.) La marca Editora. (Obra original publicada en 1990).
2 Barthes, R. (1990). La cámara lúcida (J. Sala-Sanahuja) Paidós Comunicación. (Obra original publicada en 1980).
3 Berger, J. (2000). Modos de ver (J.G. Beramendi, trad.) Editorial Gustavo Gili. (Obra original publicada en 1972).
4 Sontag, S. (2009). Sobre la fotografía (C. Gardini, trad.) Random House Mondadori. (Obra original publicada en 1973).
5 Bourdieu, P. (2003). Un arte medio. Ensayo sobre los usos sociales de la fotografía. (T. Mercado, trad.). Editorial Gustavo Gili. (Obra original publicada en 1965).
6 Ritchin, F. (2010). Después de la fotografía (L. Albores, trad.) Ediciones Ve / Fundación Televisa. (Obra original publicada en 2009).
7 Fontcuberta, J. (2016). La furia de las imágenes: Notas sobre la postfotografía. Galaxia Gutenberg.