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Cuidados comunitarios y migración indígena en Monterrey

  • agencia2946
  • hace 14 horas
  • 11 Min. de lectura

 

Ilustraciones: Abigail Moreno
Ilustraciones: Abigail Moreno

Por: Alberta Burgos


Florencia es una mujer muy bajita: mide 1.58 metros, tiene ojos pequeños y profundos, manos rápidas y sonrisa desafiante. Su agilidad mental suele causar carcajadas en varias personas, pero, al mismo tiempo, unas cuantas palabras le bastan para infundir miedo. Tenía 27 años cuando llegó a la Central de Autobuses de Monterrey por primera vez. El año era 1992. No sabía leer ni escribir en español. Tampoco conocía los números que, posteriormente, enseñó a su hija menor. 


Llegó, como muchas, con la carga de sus pertenencias en una caja de cartón de huevo, amarrada con rafia y dos bolsas de plástico de colores pintorescos, donde se colaron hierbas y granos, un par de servilletas bordadas, un rosario, tamales para repartir durante el trayecto, quesos destinados al intercambio, algunas prendas y las chanclas con las que caminaba. En ningún momento pensó que iba a llamar la atención. Sin embargo, su estilo y acento, su forma de caminar, reír y “hacer tratos”... todo en ella decía “migrante”. A pesar de esto, nunca se desprendió del náhuatl. Arribó con poco a la Sultana del Norte, lo suficiente para iniciar una vida nueva. La impulsaba el hambre y las plegarias que hacía con la esperanza de no perder más hijas en el bello sitio que habitaba: su rancho, ubicado en medio de colinas y rodeado por hermosas cascadas; un lugar paradisíaco al que, sin embargo, recién había llegado la electricidad.


Todavía hoy no sabe con exactitud qué la empujó a tomar la decisión de partir. Acaso la impulsó el deseo de ver a sus crías crecer, de mantenerse por sí misma o de huir de la violencia que recrudecía sobre su cuerpo. Parecía que el dedo divino la había elegido para experimentar cada despojo, violación y desigualdad que hay en México. También es posible que las predicciones de las abuelas se hayan cumplido, luego de enterrar los ombligos en el mismo árbol de mango, generación tras generación, y posteriormente anunciar la llegada de una primera línea de mujeres que no permanecerían quietas e incumplirían con los designios del consejo de ancianos –compuesto solo por hombres, desde luego–. Sin importar de dónde vino el empujón, Florencia fue señalada durante décadas: primero, por “irse sola” de su tierra; luego, por hablar español; y, más tarde, por usar pantalón y cortarse el cabello. Y, desde luego, le recriminaron haber “cambiado de hombre” y tener algunos pesos de “dudosa procedencia” en sus bolsillos. 


El día que tomó su decisión no era plenamente consciente de todo lo que desconocía a sus 27 años. Estaba por aprender a interpretar un nuevo mundo y enfrentar un doloroso choque cultural, por el cual aún hoy rompe en llanto al recordar. 


Con esfuerzo adicional de por medio, Florencia siempre mantuvo a su familia; no obstante, el precio a pagar fue alto: algunas veces fue el encierro –ser “de quedada”– en casas de la colonia Del Valle, en San Pedro, de lunes a sábado;  otras, el sudor transpirado bajo el sol canicular en la obra de construcción de viviendas, cuyo tamaño era insuficiente; y otras como vendedora ambulante que iba de puerta en puerta por distintas colonias de la zona metropolitana. 


Al principio, los desplazamientos de Florencia parecían una constante muda de piel: rentó varios cuartos en “La Coyotera”, donde a menudo extraviaban sus pertenencias; pasó por los tejabanes, que se localizaban en las faldas del río La Silla, hogar de sus champojyohuas –paisanos– antes de que los reubicaran; y, finalmente, construyó una casa en obra gris dentro de un terreno ubicado en el Cerro del Topo Chico, mismo que habitó por casi 30 años. Así mismo, el “atrevimiento” de venirse pa’ Monterrey la orilló a registrarse, así que fue la primera persona de su familia en obtener documentos de identidad. Hoy en día cuenta con Acta de Nacimiento y credencial del INE, que ubica su nacimiento en la Huasteca Baja, Veracruz, en los años 60. Aunque, la verdad, no hay precisión respecto a su fecha de nacimiento.


La migración trajo nuevas responsabilidades que Florencia cumplió a cabalidad, y no solo con su familia. En las madrugadas aprendió a leer y escribir, se convirtió en una referencia en “gestoría social” entre su comunidad, título que sigue sin entender y que la hace reír. Con frecuencia, acudía a hospitales y acompañaba el parto de mujeres que, como ella, habían migrado; o bien, le hacía “limpias” a bebés recién nacidos. También recibía a la gente recién llegada en su casa, acompañaba a sus vecinas al registro de sus huerquillas en la escuela y alzaba la voz en las juntas vecinales de regularización de servicios básicos, en las cuales fungía como intérprete, traductora, defensora o –como coloquialmente se le conoce– "pedera de sus derechos": suyos y de los suyos; pero, sobre todo, de las suyas. Florencia estuvo ahí cuando nadie más estaba; antes de la organización alcanzada por mujeres más jóvenes, quienes han formado asociaciones, colectivas y círculos de gran importancia, indispensables para contar historias como la suya.


Ilustraciones: Abigail Moreno
Ilustraciones: Abigail Moreno

¿Cómo fue que Florencia logró la conquista de una ciudad, que se ubicaba en la punta de la industrialización? ¿Cómo sobrevivió en un territorio donde había más de 10 rutas de camión que ella ignoraba? ¿Cómo enfrentó la discriminación, que no pudo nombrar hasta sus 35 años, pero que sintió desde siempre? ¿Cómo enseñó a su hija –nacida en Monterrey– la lengua náhuatl y el español? No estaba sola, contaba con su comunidad, una red de cuidados interconectada desde los cerros de Veracruz hasta las montañas de Monterrey.


Un trayecto (en compañía)


Tlajpohua significa cuidar. Tlajpopohua significa el acto de cuidar o estar cuidando. Dependiendo de la acción, de quién la realiza o hacia qué o quién se dirige y un cambio sutil en los acentos o terminaciones, puede variar el significado. A Florencia ki pojpojke –la cuidaron– desde Veracruz. Antes de salir de su rancho, se hizo una limpia-protección –ki pojpojke– para tener un buen camino y llegar a salvo a su destino. Dejó a sus dos hijas y a su hijo más pequeño con su mamá, la señora Pilar, quien tenía el carácter del encino de su jardín –otra historia que contar– y que, con la cara dura y muy pocas palabras, aceptó cuidar a sus nietos a regañadientes. Poco antes de su muerte, 35 años más tarde, confesó lo orgullosa que se sentía de ella, la menor de sus dos hijas sobrevivientes. Los otros 11 hijos fallecieron a causa de la pobreza. 


Temok significa bajar o buscar. Cuando una persona se va del pueblo se dice temok para hacer referencia a que bajó de las montañas a la ciudad, sea cual sea el destino. La noche antes de que una persona temok –baje– recibe visitas medio a escondidas. A Florencia la visitaron varias mujeres: las que le entregaron quesos, cuartos de frijol y maíz; algunas notas por cuya escritura pagaron, y que se dirigían a las pocas personas que podían leerlos. Asimismo, recibió dinero bien amarrado con hilos rojos, buenos augurios, bendiciones, pero sobre todo palabra: mucha palabra, con la encomienda de que la “bajara con ella” y la llevara a los parientes de aquellas personas, parientes que vivían en Monterrey, con quienes ella debía encontrarse para compartir todo lo recibido.  


Florencia temok –bajó– de las montañas húmedas por las cascadas de Veracruz, para llegar a las montañas azules y desérticas de Monterrey. En su trayecto, se topó con mujeres y hombres de otros ranchos, que recorrían el mismo camino. Algunos iban con menos y otros con un poco más, pero –sin importar quién llevaba más– intercambiaron y compartieron el alimento entre aquellas manos que iban apretadas en la parte trasera de los camiones de carga, manos de gente con la que Florencia llegó hasta el sitio donde se subió a un enorme autobús, en el que le resultó imposible dormir a plenitud por culpa de los mareos, así como de los sueños que no terminaba de interpretar entre pestañeos. Tardó un día y medio en llegar a Monterrey porque en aquellos años aún no había conexiones directas. 


Florencia no puede decirme con exactitud quién fue la primera persona de la comunidad en pisar Monterrey, pero asegura que había pocas habitando. En aquella época, quienes habían logrado la hazaña de traer a toda su familia, alentaban al resto a hacer lo mismo. La mayoría optaba por asentarse en lugares parecidos a los de su origen: cerca de ríos o sobre las montañas y –sobre todo– próximos a otras familias de la comunidad, quienes brindaban su apoyo para el armado de tejabanes mediante el uso de materiales recolectados. Conforme se congregaban las comunidades en Monterrey, las dinámicas de convivencia sufrieron una reconfiguración. Se replicaron algunas tradiciones y, sobre todo, los cuidados colectivos, puesto que los desafíos de la ciudad eran desconocidos o nuevos para sus integrantes, y enfrentarlos en grupo es una cuestión genética. 


Un  año después de establecerse, Florencia había reunido el dinero suficiente para traer a sus hijos a vivir con ella, sueño verdadero de todos en aquel entonces. Tras meses en los que intentó habitar en cuartitos que rentó en “La Coyotera” –donde se sentía asfixiada–, Florencia fue recibida en una comunidad que existió en lo que hoy es el Parque Pipo, en Guadalupe. Estaba aturdida por los ruidos y la prisa de la ciudad y, sin embargo, regresar al rancho a vivir una pobreza que dolía en el estómago resultaba impensable. De lo peor a lo peor, eligió “lo menos peor”, según sus propias palabras. Construyó su pequeño nido ahí, en aquella colonia sin nombre, territorio que nunca estuvo dividido por manzanas o lotes. Pese a esto, aquel sitio conservaba la tradición de calles estrechas y limpias, que conducían –sin excepción– al río, tal como sucedía en el pueblo. Yo misma viví cinco años en ese lugar, donde sentí una libertad que no he vuelto a experimentar.


(Construir) Comunidad 


En primera instancia, los problemas médicos eran atendidos por mujeres curanderas, que para entonces ya habitaban la comunidad. Lo místico, lo oscuro, la luz, la brujería y la utopía estaban revueltas e incluso a la vista de infantes, ya fuera en los cruces de callecitas o en la orilla del río, donde “trabajos y ofrendas” se dejaban. Quienes hablaban español resolvían las conversaciones de los que, en ese entonces, creían que el náhuatl era un estorbo, algo que imposibilitaba su adaptación. Por tal motivo, muchos no enseñaron a sus hijos la lengua de sus abuelos. 


Ilustraciones: Abigail Moreno
Ilustraciones: Abigail Moreno

Los nacimientos y muertes incumbían a toda la comunidad: no solo a la que habitaba en Monterrey, sino a la que seguía en Veracruz también. Lo mismo valía el dinero reunido entre los que ya iniciaban la construcción de sus casas que el de aquellos que aún habitaban en barro y paja en la Huasteca. La misma cantidad se pedía a unos y a otros, pero se tenían consideraciones. Quienes no podían aportar tenían la opción de dar otro recurso igual de importante: el tiempo, el trabajo con el cuerpo, aplicando los conocimientos y resolviendo. Así mismo, la presión colectiva, el señalamiento, el castigo y la burla se sufrían al no cooperar para la iglesia del pueblo, al no hacer “tequio”  o no participar en la mayordomía, festividad hereditaria y obligatoria para todos los hombres de la comunidad,  entre otras tradiciones. Estas son tan importantes hasta la fecha que ninguna nueva generación nacida en Nuevo León ha pensado en externar su crítica, al menos no más allá de las redes sociales. Aún hoy todas las familias cooperan, hacen y cumplen; a punta de exigencia, miradas y destierro. Muchas normas y tradiciones ya expiraron. No obstante, ciertos mandatos continúan vigentes y el castigo por no cumplirlos va desde el trabajo obligatorio sin remuneración y el encierro o segregación social, hasta el exilio definitivo de su tierra. Una pesadilla para muchas personas. En lo personal, no puedo asegurar que todo se maneje bajo la justa repartición de responsabilidades y castigos. Florencia coincide conmigo en este punto; después de todo, por algo migró. 


En una época sin Internet, en la que casi siempre fallaban las pocas líneas telefónicas que habían, cuando recién aparecían las primeras cartas, cuando los programas sociales eran desconocidos y los apoyos de otomimé o xilonamé –hombres o mujeres de la ciudad– eran mal vistos, migrar ya era el sueño de quienes nacían en el rancho, sueño que sobrevivió y creció gracias al cuidado colectivo. 


Con el tiempo, las comunidades que migraron a Monterrey fueron removidas del sitio donde se asentaron y, más tarde, las reubicaron en lugares donde su imagen y existencia molestaran menos. Pero, gracias al mismo cuidado colectivo, sobrevivieron, crecieron y se distribuyeron por varios municipios, y aún hoy se impulsan entre sí.


Describo lo anterior sin ánimo de idealizar la “bondad” o el “espíritu trabajador e incansable” que algunos atribuyen a las personas indígenas por el simple hecho de ser indígenas, pues ser –o no ser– indígena forma parte –o no– de la identidad de quienes provienen de familias asentadas en esta región, mas no constituye su único rasgo particular. Quitemos la mirada paternalista de dichas comunidades. Florencia no entendía por qué le daban tanta importancia a un título del que se enteró cuando llegó aquí. Al reconocernos como personas, es posible desentrañar el pensamiento neoleonés. Una persona puede ser mala o buena según la lupa con la que se le observa. El libre albedrío, que puede orientarse hacia la maldad, a la pereza, al incumplimiento y a la corrupción, lo tenemos todas y todos. 


Que no se confundan entonces los cuidados colectivos con la folclorización de las comunidades indígenas regias. Sí, regias. Ya es hora de que nos dejen de ver como migrantes de paso: más de cuatro generaciones han nacido aquí, y no van a marcharse. Hay familias que llevan 50 años viviendo en esta ciudad y representan gran parte de la fuerza obrera del estado. No hay otra descendencia a la que se le pida tanta explicación ni a la que se remarque tanto la diferencia de su raíz como a la de los neoloneses indígenas. Somos conscientes de dónde viene la molestia: estorbamos a la blanquitud aspiracional que tiene la mayoría de la gente, que –dicho sea de paso– también forma parte del proletariado y, sin duda, también cuenta con una historia familiar de migración. Les recuerdo lo que antes se ha dicho: “Todos venimos de migrantes o migramos pa’ un lado”. Un acto lleno de experiencias dolorosas según las condiciones sociales de quien decida –o tenga la necesidad de– vivirla.


Florencia no migró sola a Monterrey. La mano de un champojyó –paisano– la empujaba a “bajar” a la ciudad, donde la esperaba la mano extendida de una champojyó, lista para recibirla. Y con sus manos recibió los cuidados que, tiempo después, replicó. Esta sería la principal enseñanza que daría a sus hijos: “Siempre una mano hacia arriba y otra hacia abajo”. Florencia tuvo que aprender otras formas de pensar, actuar, vivir y cuidar, que mezcló con las que traía, para así compartir y cuidar de las otredades aquí. Una acción que se pensó intangible de la interculturalidad: el cuidado colectivo. Fue así como, a partir de la resistencia y del cuidado comunal, logró hacer frente a un nuevo hábitat. Florencia pudo atravesar muchas situaciones –dolores, penurias, trabajos mal remunerados, desvelos– con el fin de alcanzar una de las visiones que tuvo en sueños de su infancia, cuando le susurraron que se iría, pero un día iba a volver. Hoy todos sus hijos sostienen a sus familias. Forman parte de la comunidad aquí en Monterrey y siguen conectados con la red de allá en la Huasteca. Ella es el centro de todos, por sus enseñanzas. Alrededor se encuentran sus nietos, que ejercen sus carreras y entienden la lengua de su toná –abuela–. A ellos siempre les recuerda: nochi tomo tajpopohua –entre todas y todos nos cuidamos–. 


A modo de pequeño y casual regalo, su hija menor le enviará por WhatsApp este breve artículo que escribió, porque Florencia volvió a migrar y cumplió cuatro años de haber retornado a su cha –casa– en Veracruz, tras lograr lo que vio, cuando era una niña, en aquella onírica revelación.


 

Alberta Burgos

Acompañante de procesos comunitarios, gestora de proyectos y especialista en comunicación y educación popular. En la actualidad funge como Coordinadora General de Promoción Artística de las Casas de la Cultura de San Pedro Garza García, Nuevo León.

 

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